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Algunas consideraciones teológicas 
sobre los Derechos Humanos


Desde la lejana bula papal sobre la dignidad de los indios americanos, la Sublimis Deus, el recorrido de la dignidad de la persona humana ha sido arduo y fatigoso en nuestro Continente. La Declaración de los Derechos Humanos aprobada por la ONU el 10 de diciembre de 1948 recibió acogida en nuestros países latinoamericanos en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, mejor conocida como el "Pacto de San José de Costa Rica" (22 de noviembre de 1969) y entró en vigor en nuestras legislaciones sólo hasta el 18 de julio de 1978, ya que el Pacto fue ratificado por todos los países hasta ese año y sólo hasta 1999 Brasil y México han aceptado la competencia de la "Corte Interamericana de Derechos Humanos". No obstante, la Conferencia Mundial sobre los Derechos Humanos celebrada en Viena en 1993 ha insistido que los DDHH son universales, indivisibles e interdependientes para todos los hombres.

Una de las características de nuestro mundo actual y de la tendencia de futuro es el fenómeno de la urbanización como el asentamiento concentrado de los seres humanos en torno a las ciudades. Según datos del Cumbre de las Ciudades de Estambul (1996) promovido por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Asentamientos Humanos tenemos la siguiente relación:

En 1950 sólo el 30% de la humanidad vivía en ciudades; en 1995, el 45%; y para el pasado año 2000 se preveía que el 50’%, una de cada dos personas, viva en zona urbana. Para el 2025 el 80% vivirá en el Tercer Mundo.

En 1995 había 2,400 millones de personas en las ciudades; en el 2025 serán más de 5,000 millones. En este sentido, la población urbana mundial aumenta dos veces y media más rápidamente que la población rural. Pero más de 500 millones de personas urbanas carecen de techo-hogar, y de los que tienen techo, 600 millones viven en hogares que son amenaza para la vida y la salud en Asia, Africa y, desde luego, América Latina.

Para el año 2015 nueve de las diez ciudades más grandes del mundo estarán en países del Tercer mundo: India, Nigeria, 2 en China, Indonesia, Saô Paolo, Paquistán, México y Bangladesh. Pero el panorama no es tan optimista, ya que las malas condiciones de vivienda en ciudades de alta densidad, son causa de 10 millones de muerte al año, y las enfermedades propagadas por el agua en el Tercer Mundo causan 4 millones de muertes de niños al año. Así mismo, la media de ingreso per cápita de los urbanos del Tercer Mundo es de 200 dólares, en comparación con más de 27,000 en Estados Unidos, es decir, ciento treinta y cinco veces mayor. No obstante el documento concluye que: "A pesar de todo, los pobres de las zonas urbanas están de tres a diez veces mejor que los pobres rurales".

Ante estos datos escandalosos, el "ciudadano debe quedar protegido en sus derechos políticos frente al Estado. Hoy se reivindica la ciudadanía no sólo como espacio social, o como ejercicio de unos derechos reconocidos, sino como plataforma de lanzamiento y ampliación de la capacidad propia del poder civil, desde donde llegar a controlar tanto el poder político concentrado en el Estado, como el poder económico detentado por el Mercado.(1) Por tanto "la diferenciación entre derecho público y privado no es un problema meramente semántico, puesto que tiene consecuencias políticas prácticas que se manifiestan en la sociedad, en una actitud distinta frente a los derechos humanos, según se trate de una u otra esfera"(2)

Por estos y otros motivos, hablar de los Derechos Humanos en San Agustín, no significa de ninguna manera, postular un anacronismo sobre una problemática jamás afrontada por él. Por el contrario, el argumento, de sensibilidad moderna, se encuadra dentro del marco del respeto al ordo societas y al bien común de todos los miembros de la "civitas Dei peregrinans", según el análisis agustiniano de su entorno. Por tanto, la voluntad de dominio o libido dominandi, la cual se encuentra en la base motora de la historia, hoy como ayer, viene a ser un tema fundamental al hablar de los Derechos Humanos.(3)

En efecto, hoy más que nunca se hace apremiante la necesidad de descentralizar el poder del Estado y el poder del Mercado, ya que "los ciudadanos son los únicos legitimadores de dicho poder –el establecido y el por establecer- cuan do el dominante no expresa o representa o satisface las demandas concretas de la ciudadanía".(4) Así, hay que reconocer que el sistema imperante actual en todos nuestros países latinoamericanos, se encuentran en una descomposición política, social y económica, con una característica común, la violación de los derechos fundamentales de los ciudadanos, con la subsiguiente desigualdad de posibilidades de realización personal. Puesto que "los poderes dominantes que ‘ordenan’ –más que dar órdenes y dominar; que de organizar y establecer orden- el mundo sigan siendo los que hoy existen, será muy difícil que la igualdad esté en ‘igualdad’ de condiciones para ser reconocida como el gran valor imprescindible" provocando exclusión y marginación "en el ‘orden’ que han establecido las fuerzas grandes que han ordenado y mantienen el mundo, han perdido por ello su dignidad".(5)

Fue en la magna obra de La Ciudad de Dios donde Agustín trató explícitamente el orden público(6) en lo que él llamó, tempora christianorum, por ello el estudio, la metodología y la actualización del De Civitate Dei es fundamental para este symposium, que ha tomado como tema de reflexión los Derechos Humanos.

Hablar de San Agustín es hablar de un hombre que supo asimilar su presente para proyectarse en el presente del hombre de todos los tiempos, especialmente en el hombre de hoy(7), como recientemente lo ha resaltado el propio Cardenal Ratzinger: "me parece, dice él, que el gran mérito de san Agustín fue el haber creado esta filosofía, esta teología de la diversidad de las funciones, en la responsabilidad común guiada por los valores que pueden crear una sociedad justa".(8)

De Civitate Dei como teología urbana

En la analogía de la historia, estos tiempos de desencantos políticos, tanto a nivel internacional como nacional, pueden ser confrontados con los tiempos de Agustín, cuando en el año 410 se derrumbaba la estabilidad política del Imperio Romano y con ella, se rompía la unidad cultural y política de Occidente, dando paso a los reinos bárbaros del Norte de Europa y algunos siglos después, también a los árabes.

Tiempos difíciles que arrastraban con la cultura pagana, entendida ésta como la tragedia clásica, dejando el éxtasis teológico de los cristianos, quienes al fin de cuentas salvaron la unidad cultural en nombre de la Cristiandad. No obstante, al tiempo de Agustín, los cristianos fueron acusados de provocar con el culto cristiano, el desastre que sufrió la ciudad de Roma, y con ella toto orbe terrarum, es decir, el centro civilizado que ostentaba el poder de mando y de control sobre el mundo de la antigüedad clásica, ya que con los criterios del Evangelio y la predicación patrística, del prejuicio "apatrio" del tiempo de las persecuciones cuando los cristianos despreciaban el poder terreno, un poder injusto e intolerante, el cual se absolutizaba en la divinización de la figura del emperador con el culto y el ofrecimiento del incienso al César.

El saqueo de Roma, el 24 de Agosto del 410 por parte de los bárbaros, produjo una profunda impresión en todo el Imperio. Los argumentos que sostenían los paganos se reducen a dos y contienen en sus postulados una fuerte carga teológica:

La doctrina cristiana enseña a renunciar al mundo; por tanto, ella aparta a los ciudadanos del servicio del Estado, condenándolo a la ruina.

Desde que la religión cristiana había empezado a extenderse, los paganos habían anunciado castigos por parte de los dioses paganos, los mismos que se realizaban en la medida que el Imperio se había hecho cristiano, juntamente con su emperador.

Ambos argumentos resaltan que "la predicación de la doctrina de Cristo es nociva para las costumbres de la vida nacional".(9) Obviamente, nos encontramos con argumentos teológicos que reclamaban una respuesta teológica. Agustín se propone defender por una parte, la verdad católica contra aquellas acusaciones(10), y a su vez, exponer cuál es el pensamiento de los cristianos al respecto.(11) Así, no tardó en responder a las inquietudes de algunos cristianos que le interrogaban sobre las relaciones del cristiano con el Estado, o cómo podría subsistir un Estado compuesto de cristianos, ya que la práctica de las virtudes cristianas llevarían consigo la ruina del mismo Estado (12), según la concepción generalizada de los paganos, puesto que éste estaba sostenido por la intervención de los dioses, protectores del orden y garantes de la armonía y de la paz universal.

Agustín reflexionó primeramente en sus cartas 137 y 138, afirmando que los paganos han predicado ya estas mismas virtudes, como la lealtad, la fidelidad, etc., virtudes que de hecho, practicaban los cristianos, pero que eran reprochadas por el vulgo cuando los cristianos las practicaban. Así, a juzgar por la historia de Roma, la observancia de estos preceptos no le fue mal. Por lo demás, no se impedía al soldado cristiano dejar las armas por defensa de su patria, ni mucho menos negarse a servir al Imperio: "¡Que se nos presenten maridos y mujeres, dice Agustín, padres e hijos, señores y esclavos, jefes y jueces, recaudadores del fisco comparables a los cristianos, y entonces se verá bien si esta doctrina es nociva o favorable al Imperio!".(13)

Por otra parte, Agustín afirma que no es el cristianismo de sus emperadores lo que ha llevado a perecer el Imperio, han sido sus propios vicios cuyo desorden no viene resaltado por los acusadores. Por su parte, el cristianismo se ha propuesto dos objetivos distintos: salvar la sociedad humana y después, construir otra que fuese divina.

Así, salvar la sociedad política, humana y natural de la corrupción a la que se conducía, por no poner en práctica el amor natural por el Imperio romano, lo que podría llevarlo a su prosperidad y felicidad. En cambio, el Dios de los cristianos les pide hacer por amor de Él lo que no pueden con la fuerza de hacer por amor a su patria.

Es en este ámbito del derrumbamiento moral, que Agustín coloca las relaciones del cristianismo y de la "civitas" de cualquier tiempo o lugar. Pues como el mismo Agustín afirma, "al mostrar por medio de la opulencia y la gloria del Imperio romano todo lo que pueden producir las virtudes cívicas, incluso sin la verdadera religión, Dios daba a entender que esta Religión hacía a los hombres ciudadanos de otra ciudad donde la Verdad es la reina; la Caridad, la ley; la duración, la Eternidad". (14)

La teología de la ciudad terrena 

Es célebre la frase de Agustín respecto al origen opuesto de las dos ciudades: "Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor... La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo...".(15)

Ya desde este postulado, aparece claro que al origen de la ciudad se encuentra la naturaleza social del hombre, o mejor dicho, la solidaridad corporativa de la humanidad. De hecho, en el pensamiento agustiniano, el amor social es quien construye la ciudad de Dios, como podemos ver en su comentario al Génesis: "son dos amores, uno santo, otro impuro, uno social, otro privado, uno que mira a la utilidad común por el reino superior, otro que se aprovecha del bien común, para su propia ventaja y arrogante dominación".(16)

Aparece evidente que la naturaleza social del hombre, fundamenta la vida política del mismo. Y ya que social es el amor mismo, como exigencia natural del mismo amor, se une la preocupación por el bien común.

En efecto, San Agustín asiente que la vida del ciudadano honesto y recto, es decir el hombre sabio, es una vida política y sociable: "¿Cómo esta Ciudad de Dios –se pregunta-, habría empezado o cómo caminaría en sus progresos, o llegaría a sus debidos fines si no fuese social la vida de los santos?".(17)  Pero si bien es cierto que se resalta la sociabilidad del hombre, esta categoría viene proyectada en sentido pleno y auténtico, hacia la ciudad de Dios, pues en la ciudad terrena, la misma sociabilidad del amor en términos privativos y exclusivos, como forma de egoismo e individualismo, es su causa. Por eso Agustín afirma que "en las miserias de esta vida mortal, ¿cuántos y cuán grandes males encierra en sí la sociedad y política humana?".(18)

Para Agustín, el individualismo causa necesariamente la división y el partidismo, ya que a la base, se encuentra el interés propio y no el común. Esto responde a una concepción antropológica netamente agustiniana. El hombre acompaña el amor con la humildad. Y ya que la humildad engendrada por el buen amor ayuda a construir la Ciudad de Dios; la soberbia en cambio, es el principio de la mala voluntad (19), que da paso al capricho del individuo, luego a la búsqueda del interés propio, a costa de lo que sea o de quien sea, originando la mala administración, el totalitarismo o el absolutismo, como se prefiera. Así, la voluntad de dominio o libido dominandi, según el análisis agustiniano, se encontraría como base motora de la historia y de la vida misma de la ciudad terrena.(20)

Desde este punto de vista, Agustín difiere del concepto clásico de "ciudad". Para el paganismo clásico, la ciudad es el cuerpo político y social a la vez, en donde la noción de justicia es la primera condición requerida para la existencia de la ciudad, como había sostenido Cicerón en su diálogo De Republica: "un pueblo es una multitud reunida por el reconocimiento del derecho y de la comunidad de intereses".(21)  De ahí, que someterse al derecho (ius) es someterse a la justicia. Esta, a su vez, establece un vínculo por el cual está unido el pueblo y así se constituye la "cosa pública" o mejor dicho, la "república". En otras palabras, no puede haber pueblo o república donde no hay justicia.

Por su parte, Agustín propone que un pueblo es un grupo de seres unidos entre sí, porque aman las mismas cosas: pueblo "es el conjunto multitudinario de seres racionales asociados en virtud de una participación concorde en unos intereses comunes".(22)  Es decir, el vínculo de unidad está en el amor (con-cordia) de un mismo bien, el cual es común. De hecho, aplica esta definición a todos los pueblos, pues como él mismo afirma, "ame lo que ame, si se trata de un conjunto de seres racionales y no de bestias, y está asociado en virtud de la participación armoniosa de los bienes que ama, se puede llamar pueblo con todo derecho. Y se tratará de un pueblo mejor, cuanto su concordia sea sobre intereses más nobles, y tanto peor, cuánto más bajos sean estos".(23)

Sin embargo, es necesario resaltar que, "en esta nueva concepción de la política se encuentra necesariamente un lugar también para la teoría de los valores (axiología) de las varias formas de gobierno e del orden político en varios estados asociados entre sí (donde es más fácil actuar el ejercicio de la justicia)".(24)

Es por esta razón que Agustín reduce en definitiva a dos ciudades: la ciudad terrena y la ciudad de Dios (25), aunque ambas son sociedades humanas (26), ya que todos los hombres son ciudadanos de ellas: "hemos dividido al género humano en dos clases: los que viven según el hombre y los que viven según Dios. Y lo hemos designado figuradamente (mystice) con el nombre de las dos ciudades, esto es, dos sociedades humanas".(27)

Este particular es importante, ya que nos aclara que cualquiera que sea el nombre que lleven, toda ciudad se reduce a aquella cuyo rey es Dios o cuyo rey es el hombre. Frecuentemente, se afirma gratuitamente que el dualismo maniqueo está presente en esta división de la ciudad, y que la ciudad terrena es una ciudad dominada por Satanás, identificando la ciudad terrena con la sociedad política como tal, o bien se identifica a ésta con el Estado sin más.(28)

La verdadera definición de la ciudad terrestre es muy diferente, ya que señala los fines de la sociedad misma que llega a excluir los valores trascendentes y trascendentales, en oposición al deleite de Dios o de la vida eterna, debido a la soberbia del hombre que se absolutiza o diviniza.(29)

En efecto, el sentido preciso de "civitas terrena" es el de la ciudad de los hijos de la "tierra", el de la sociedad cuyos miembros, ligados como están por el amor exclusivo o preponderante de las cosas de esta tierra, se organizan únicamente con miras a la felicidad de este mundo y la consideran como su única y verdadera ciudad.(30) En este sentido, tal vez estamos ante lo que se entiende actualmente por la "divinización" del Estado Moderno, a cuya base se encuentra una concepción teocrática, aunque si materialista y a veces atea, de la política misma.(31)

De hecho, con la concepción de la divinización del poder y de la urbe, "los paganos se convierten en propagadores de una teología política en la que los dioses existen en función del Estado, y el Estado en función de las divinidades. Precisamente en esta situación de profunda crisis espiritual, san Agustín comprende y ve que la identificación es una característica de la religión pagana, en la que las divinidades son autóctonas, son las divinidades parciales de esta realidad. Mientras que una fe que cree en el único Dios, en el Dios de todos los pueblos y todas las culturas, no puede conocer esta identificación. Así es como insiste en que la Iglesia y el Estado no pueden confundirse...el Estado sigue siendo Estado del presente, y su función es distinta de la de la Iglesia".(32)

Teología urbana 

De acuerdo con los postulados agustinianos, la concepción de la civitas, es un concepto dialéctico, una realidad en constante tensión. A propósito de la ciudad terrena, San Agustín reconoce tres formas de vida social:(33)

la familia – domus

la ciudad – civitas / urbs

la tierra – societas.

Sin embargo, sea cual fuere el nivel de grupo humano, en toda sociedad debe haber un fin al cual ella tiende, y ese fin es precisamente la paz.

Ahora bien, toda entidad humana (Estado, domus, civitas, etc.) ha surgido de la naturaleza social del hombre, y tiene fines y bienes propios, los cuales en la paz, son sostenidos y fundamentados, estableciéndose por consecuencia un triple oficio: mandar, proveer y aconsejar: "la ordenada concordia entre sí de los habitantes en el mandar y obedecer se debe referir a la ordenada concordia entre sí de los ciudadanos en el mandar y en el obedecer".(34)  De esta manera, se establece una regla para gobernar que consiste en procurar la paz, la tranquilidad y el orden en la casa, en la ciudad y en el Estado: "también la ciudad terrena que no vive de la fe desea la paz terrena, y la concordia en el mandar y en el obedecer entre los ciudadanos la encamina a que se observe cierta unión y conformidad de voluntades en las cosas que conciernen a la vida mortal".(35)

Desde esta perspectiva agustiniana, la paz es producto mismo de la constitución de la ciudad, sea terrena o celestial, ya que como afirma Agustín en uno de los pasajes más hermosos de la Ciudad de Dios: "la paz de todas las cosas consiste en la tranquilidad del orden, y el orden no es otra cosa que una disposición de cosas iguales y desiguales, que da a cada una su propio lugar".(36)  A partir de esto, es natural que la sociedad sea pluralista y viva en la paz, pues "todo el uso de las cosas temporales en la ciudad terrena se refiere y endereza al fruto de la paz terrena".(37)

Obviamente, la paz terrena no es el único fin de la ciudad terrena, ya que se debe tender a la paz verdadera y eterna de la ciudad celeste. Así lo vemos en esta afirmación: "¡Infeliz el pueblo que se ha vuelto extraño a Dios! Todavía aun él ama una cierta paz, que le es propia y que no es condenable, pero que no gozará ya al fin, porque no se sirve bien antes del fin. A nosotros sin emb argo interesa que pueda gozarla provisoriamente en esta vida".(38)

Se sustituye el concepto di racionalidad y el concepto de utilidad con el del amor, y por las cosas que se deben amar. Aquí el discurso se interioriza a las personas que son caracterizadas por el amor al bien y al mal, y por tanto, el concepto de pueblo, de estado, de república, no se refleja más en la justicia y en la ética, sino en el recto uso de la razón, la cual no se rige sólo por el propio juicio sino por el ordo amoris, que tiene en sí la verdad y el bien, y a la base el "affectus cognationis", del origen común del género humano.

Claro está que, para San Agustín, todo el hombre está encuadrado en un ordo amoris, inclusive sus estructuras políticas y sociales. A su vez, el amor es el vínculo posible para unir las voluntades de los hombres, y al mismo tiempo, sólo el amor establece la tensión propia de la ciudad terrena, es decir la tensión existente entre la paz terrena por realizar, a la que tiende y anhela, y la paz de Dios, meta y fin de todo lo terreno.(39)

Conclusión 

En estos tiempos en los cuales hemos constatado el fracaso de la política, debido a la guerra y a la tensión internacional en la que nos encontramos, y de una competitividad comercial y de mercado; la reestructuración de este mundo, el pensamiento de Agustín emerge con toda actualidad, ya que hoy más que nunca, se debe reflexionar serena y objetivamente en las bases de la política misma y en la calidad de las relaciones de quienes habitamos la ciudad. Debemos estructurar y construir un orden nuevo de solidaridad y ayuda mutua.

Por otra parte, los Estados se descubren desnudos ante los problemas que nos atañen a todos, problemas serios con respuestas demagógicas y ofensivas para el común del pueblo.

Problemas como corrupción, injusticia social, miseria creciente, demagogia, etc., son problemas comunes a todo nuestro Continente y reclaman de suyo, una revisión ética que no se encuentra en el imperativo de quien manda, sino en las aspiraciones de una ciudad que se proyecta fuera de sí, en la ciudad de la justicia y de la paz, como afirma San Agustín:

"En la casa del justo, que vive con fe y anda todavía peregrino y ausente de aquella ciudad celestial, hasta los que mandan sirven a aquellos a quienes les parece que manda; puesto que no mandan por codicia o deseo de gobernar a otros, sino por propio ministerio de cuidar y mirar por el bien de los otros, ni por ambición de reinar, sino por un servicio lleno de bondad" (Civ. Dei XIX 14) .

En otras palabras, Agustín reclama a la sociedad actual, la conversión, no de los Estados o gobiernos, sino de la política misma y dentro de ella, la conversión de los ciudadanos, para encarnar un nuevo orden global del amor.

En efecto, desde esta perspectiva, el pensamiento agustiniano es más que actual, ya que en la sociedad "se impone el respeto de todas las culturas particulares que sean ‘tolerantes’ con los demás, dentro de una ética global basada en los derechos humanos. En la misma medida en que cada cultura vaya viviendo y estableciendo su visión concreta y aplicada de todos los derechos humanos, en esa medida surgirá la nueva cultura de la libertad sin exclusiones ni discriminaciones".(40)

Mario Mendoza Ríos, OSA
Instituto Agustiniano de Teología
Tlalpan, México

[1] “Un proceso de mundialización que parte del Bien Común planetario enfoca la reproducción de la vida humana y natural como punto de partida, es decir, parte de la ciudadanía en su totalidad”: DIERCKXSENS, Wim, Los límites de un Capitalismo sin ciudadanía. Hacia una mundialización sin neoliberalismo, San José 1998,

[2] GARCIA, Carmelo, Los derechos humanos en la situación actual del mundo, Madrid 1999, 34.

[3] ELSHTAIN, Jean Bethke, Augustine and the Limits of Politics, Notre Dame 1995, 39-40.

[4] GARCIA, Carmelo, Los derechos humanos…, o.c., 34.

[5] GARCIA, Carmelo, Los derechos humanos…, o.c., 133.

[6] “Prendendo spunto dalle vicende a lui contemporanee viste nella prospettiva della civitas coelestis egli di proposito considera ex adverso fronte la condizione della civitas terrena peregrinans e siccome la finalità ultima di questa è il congiungimento con quella celeste anche nel caso di Roma se ne dispiace fortemente ma non piange né si dispara intanto perché non crede che Roma, come ha fatto altre volte, non possa risorgere flagellata non destructa (Sermo 81, 8), poi perché, infine, questa è la sorte di ogni città terrena”: CIOLINI, Gino, Civitas Dei peregrinans, Roma 2001, 73.

[7] E. FORMENT, “El legado agustiniano y la modernidad” en Revista Agustiniana 38(1997), 219-267.

[8] J. RATZINGER, “El poder y la gracia” en 30 Días 16(1998) n. 10, p. 31.

91] Ep. 136: Marcelino a Agustín.

[10] Cf. Retract. 43, 1; Civ. Dei I, prólogo.

[11] Retract. 43, 2.

[12] Cf. P. BROWN, Religione e società nell’età di sant’Agostino, Torino 1975, pp. 17-36.

[13] Ep. 138, II, 15.

[14] Ep. 138, 17.

[15] Civ. Dei 14, 28.

[16] De Gen. ad litt. 11, 15.

[17] Civ. Dei 19, 5.

[18] Idem.

[19] Como frecuentemente se puede escuchar cuando hablamos de reformas políticas del Estado: “otro de los factores que considero importantes, es el relacionado a los factores psicológicos que se derivan del ejercicio del poder y que generalmente solamente se mencionan como la búsqueda del prestigio, sin embargo, existe un sentimiento alrededor del ejercicio del poder, que se podría denominar tentativamente como voluntad de dominación” (S. SCHMIDT, La autonomía relativa del Estado, México 1988, p. 64); Cf. A. SALDAÑA HARLOW, Mitos de la Filosofía Política en México, Estado de México 1993, p. 46.

[20] J.B. ELSTHAEIN, Augustine and the Limits of Politics, Notre Dame 1995, pp. 39-40.

[21] En boca de Escipión cita: “populus esse definivit coetum multitudinis, iuris consensu et utilitatis communione sociatum”: Civ. Dei 19, 21.

[22] Populus est coetus multitudinis rationalis, rerum quas diligit concordi ratione sociatus: Idem, 19, 24.

[23] Idem.

[24] CIOLINI, Gino, Civitas…, o.c., 80.

[25] De hecho ambas ciudades subsisten juntas: v.gr. 14, 13; 17, 20; 19, 17; 21, 1, etc..

[26] Cf. 15, 18-20.

[27] Idem, 15, 1.

[28] Los textos agustinianos son abundantes v.gr.: 10, 4; 15, 7; 18, 2; 18, 18; 19, 28 y 20, 29.

[29] E. FORMENT, “El legado agustiniano...” art.c., pp. 237-239

[30] Cf. M.A. NAVARRO GIRON, “«La Ciudad de Dios» de San Agustín. Materiales para el estudio (V)” en Revista Agustiniana 41(2000), 689-748, pp. 711-729.

[31] Cf. O. PAZ,  Tiempo nublado, México 1991, pp. 16-17; 73; 187, para hablar de un nombre prestigiado.

[32] J. RATZINGER, “El poder y la gracia”, art.c., p. 30.

[33] Civ. Dei 19, 7.

[34] Idem 19, 16.

[35] Idem 19, 17.

[36] Idem 19, 13.

[37] Idem 19, 14.

[38] Idem 19, 26.

[39] Cf. L. CILLERUELO, Teología Espiritual. I. Ordo Amoris, Valladolid 1976, p. 22. Para una interpretación moderna del “ordo amoris” agustinianao puede verse la obra de Max SCHELER, Ordo amoris, en Schriften aus dem Nachlass, Band I. Zur Ethik und Erkenntnislehre, Bonn 1933 (tr. Española de Xavier Zubiri, Caparrós Editores, Madrid 1996).

[40] GARCIA, Carmelo, Los derechos humanos…, o.c., 37.

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