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(continuación)

I.- FRAY ALONSO DE LA VERACRUZ 

(170) Obsecro, pie lector,

omni deposito affectu,

considera qua lege, qua ratione poterat Hispanus qui ad istas appulit terras, armis onustus, aggrediens istos non alias hostes, nec alienam terram occupantes, subiugando pro libitu, petere et vi et violentia sua quaeque pretiosa, et eos exspoliare?

Ego non video;

¡fortassis in medio sole decutio! .

 

Te ruego, piadoso lector, que dejando todo afecto, consideres con qué ley, con qué razón el español que llegó a estas tierras, cargada de armas, agrediendo a estos que no eran enemigos, ni ocupaban tierras ajenas, los subyugó a su arbitrio, y les pidió con fuerza y violencia todo lo que tenían de precioso para quitárselos? Yo no la veo, quizás me falta luz a medio día.

Este personaje es sin duda el que nos proporcionará los parámetros para medir esta escuela, porque estudia y propone un proyecto donde delinea la ética de la guerra y como consecuencia las razones de la conquista, y sobre todo exige los requisitos que a su entender deben construir la nueva república, la cual debe estar basada en la justicia y debe producir necesariamente la paz. Propongo los siguientes esquemas:

 

A) Etica de la guerra.

-- Justificación fundamental:
La predicación, conservación y aumento del cristianismo.

-- Quien la puede ordenar: La potestad indirecta del Papa.

LA CONQUISTA

CAUSAS QUE NO JUSTIFICAN

CAUSAS QUE PUEDEN JUSTIFICAR

1.- Ninguna potestad: Ni la espiritual del Papa, ni la temporal del Emperador.

1.- La predicación del cristianismo suficientemente expuesto, con milagros o una vida intachable

2.- La actitud de los Indígenas que no habían ofendido, ni perjudicado, ni prohibido el comercio a los españoles.

2.- Predicada suficientemente la fe, puede el Papa obligarlos a que se conviertan.

3.- El haber recibido a los predicadores del evangelio, aunque no hayan querido convertirse.

3.- El temor de un retroceso en la fe de los nuevos cristianos.

4.- El que los Indígenas fueran idólatras, y aunque cometieran adulterios, fornicaciones y embriagueces.

4.- Un régimen tiránico detenta un poder ilícito e injusto.

5.- El que se juzgue a los Indígenas como niños y amentes.

5.- La antropofagia y los sacrificios humanos.

6.- Dios entregó a los Indígenas en manos de los españoles, como los cananeos a los israelitas.

6.- La alianza de los españoles con algún pueblo Indígena en guerra justa contra los aztecas.

 

7.- La elección libre y espontánea del gobierno español por parte de los Indígenas.

 

8.- El derecho de comunicación, comercio, explotación de minerales y pacífica estancia de los españoles.

B) Construcción de la paz. 

 

Fundamento: Reconocer que los Indígenas eran verdaderos Señores y Dueños de sus bienes.

 

 
 

LA PAZ

 

1.- Los tributos deben darse a los legítimos gobernantes, por lo que los dados a los encomenderos deben revisarse, y no se pueden exigir al arbitrio.

2.- Las encomiendas: su razón de ser y conveniencia en favor de la república.

3.- Solucionar los conflictos que los Indígenas tienen con sus tierras.

 A) Etica de la guerra.

 Según Veracruz, la justificación fundamental para la permanencia del estado español en estas latitudes, es que la evangelización cristiana no retroceda, sino que se conserve y aumente; basa su argumentación en el poder indirecto del Pontífice romano.

Niega que el Papa tenga alguna potestad temporal, como para que diga que es Señor del Orbe, ya que de tenerla sería por ser el vicario de Cristo en la tierra, sólo que esto exige una donación del mismo Cristo a Pedro y sucesores; y esto no sucedió, ni Cristo mismo lo ejerció (510-11). Hay que hacer notar que esta postura teocrática se olía en las bulas alejandrinas. Sin embargo no duda en atribuir al Pontífice la plenitud del poder espiritual, dependiente sólo de Cristo (519), cuyo poder se extiende incluso a los infieles, por derecho divino (533), se basa para ello en Jn 10,16: Tengo otras ovejas que no son de este redil, también a ellas tengo que llevarlas y escucharán mi voz, habrá un solo rebaño y un solo pastor.

Ahora bien, el medio más idóneo para que los infieles que todavía no son del rebaño de Cristo puedan llegar a serlo, es la predicación, para que puedan invocar a aquel que se les ha predicado, ya que la fe es consecuencia de la predicación (537). Para que se cumpla este deseo de Cristo de tener un solo rebaño, la Iglesia tiene la potestad espiritual de conducir a los infieles a ese rebaño, y así la potestad espiritual del Papa se extiende incluso a ellos, quienes son también ovejas de Cristo, puesto que si la misión de la Iglesia de apacentar a las ovejas se refiriese únicamente a los fieles, ¿Qué sentido tendría el mandato de Cristo de enviar a sus apóstoles a predicar por todo el mundo? (541). El Pontífice, por ello está obligado a apacentar las ovejas existentes en el redil, y a conducir al redil las ovejas que están fuera, ambas cosas por su oficio supremo (542).

En esta base teórica, sustenta Veracruz las consecuencias prácticas en las que el Sumo Pontífice por obligación y del mejor modo que le fuera posible, debió enviar predicadores a las tierras recién descubiertas (543). Ya que para estos efectos tiene potestad y jurisdicción sobre las cosas temporales. Es decir, que si no puede ejercer su autoridad espiritual sin la aplicación de medios temporales, tiene jurisdicción sobre los que considere necesarios para tal fin, pudiendo incluso privar con la fuerza armada, a un rey de su autoridad y reino, con tal de quitar los impedimentos para esta predicación (555).

Esta es la llamada potestad indirecta del Pontífice, que puede parecer ilógica después de haberle negado toda autoridad temporal. Está basada en la ética aristotélica, donde un fin superior domina sobre los fines inferiores, y como la potestad espiritual se ocupa de la felicidad final y la temporal de los medios conducentes a ella, en consecuencia el Papa tiene poder sobre la potestad secular para los fines espirituales (557-58). Pero esto en función de la edificación y no de la destrucción (582), puesto que la fuerza armada es una eventualidad para casos extremos, ya que la predicación del evangelio debe hacerse como la hicieron los apóstoles, con la palabra y el ejemplo (586).

Así este caso sería posible si los infieles, no sólo no quieren recibir a los predicadores, sino que además les causan injurias e incluso los matan, impidiéndoles predicar libremente, sólo entonces sería lícita la guerra contra ellos (674). Pero únicamente para que permitan predicar con libertad, aunque después no quieran convertirse (688), y esta fe debe ser expuesta por medio de varones, cuya vida sea confirme con su doctrina, o por milagros que tengan lugar en su presencia (685). Porque ninguna autoridad puede hacer la guerra a infieles, que no son súbditos suyos, para que se bauticen. Si fueran sus súbditos, podría hacer algunas presiones, pero no para que crean en contra de su voluntad, sino para que quieran lo que antes no querían, porque el hombre puede hacer muchas cosas sin querer, pero creer no lo puede hacer sino queriendo (690).

Aclarado este aspecto fundamental, podríamos preguntarnos ¿Qué justificación se puede dar a la guerra inicial que provocó la conquista? y si esta puede ser la misma razón que justifique la permanencia del estado español. Veracruz expone lo que él llama: Causas que no justifican y causas que pueden justificar la conquista. Esta es sin duda, la temática más estudiada de la obra, por lo que me reduciré a lo que consideró básico para nuestro estudio.

En su análisis jurídico Veracruz llega a la conclusión de que la única justificación que se puede dar a la guerra inicial, son los sacrificios humanos y su consecuente antropofagia ritual. Su razonamiento es el siguiente: Si los Indígenas comían carne humana, ya fuera de inocentes o de culpables a los que sacrificaban, si no desistieran de ello por las buenas, pudieron lícitamente ser sometidos con la fuerza, porque el mandato de la escritura: Salva a los que son conducidos a la muerte y no dejes de liberarlos (Prov 24,11), no necesita contar con la voluntad del injuriado, pues no tiene derecho sobre su propia vida (827). Además aquellos que son muertos, aunque lo sean justamente, sufren injuria si sus cuerpos son comidos, porque es por derecho natural que todos los cuerpos de los difuntos deben ser respetados de tal injuria (830-31). Y todos los hombres, fieles e infieles, están obligados a abstenerse de comer carne humana por precepto divino y natural. Pecan por tanto, quienes lo hacen y pueden ser obligados y castigados por cualquier autoridad para que desistan de tal vicio, y si para ello se necesita la guerra, y privar a sus gobernantes de su jurisdicción, por otra parte legítima, tal guerra será lícita (833). Y como estos bárbaros comían carne humana y sacrificaban a inocentes y prisioneros de guerra, aunque esta fuera justa, inmolaban los esclavos a sus dioses y hacían de sus carnes apetitosos manjares, pudieron ser obligados con la guerra para que desistieran de tan horrendo pecado, y con justicia fueron privados de su dominio tiránico. En esto puede residir la justicia de la primera guerra (835).

Por el contrario la permanencia de la monarquía católica, como él la llama, tiene otras razones. Flotaba en el ambiente Novohispano como justificación válida de esa permanencia, el que Moctezuma había donado su reino al emperador Carlos V. Esta causal la analiza Veracruz en la séptima causa justificante: Algún pueblo bárbaro, que no tuviera rey y se sometiera libre y espontáneamente a algún príncipe cristiano, la jurisdicción de tal príncipe sería lícita, porque es la república la que otorga la jurisdicción al gobernante, para que el gobierno de la misma sea más eficiente (858). Sólo que deben darse dos condiciones: Primera, que la república no tenga gobernante, ya que de otra manera no es válida tal cesión, pues una vez que se concede la jurisdicción a alguno, no se le puede retirar sin causa justa (861), y segunda, que la cesión se haya efectuado de manera libre, y no por temor o coacción, porque tampoco entonces sería válida (866). Una excepción existiría si el rey gobernara tiránicamente la república, y entonces esta, sin consentimiento del monarca, podría someterse a otro (870). Este caso no ocurrió en Nueva España, donde había un rey legítimo. Igual situación resultaría, si un rey legítimo, por su propia voluntad, transfiriera su poder a otro, en contra de la voluntad de la república, a no ser que esta oposición fuera irrazonable (874). Por lo mismo Moctezuma no pudo enajenar su reino unilateralmente en favor del Emperador, mucho menos si lo hizo bajo amenazas de muerte, como él ha oído que sucedió, porque de esa manera tal cesión no origina ningún título legítimo (880).

Por otra parte, una república gobernada ineficazmente por su legítimo rey, y si existiera otro rey que pudiera, en bien de esa república, gobernarla con mayor conveniencia; en tal caso podría llevarse a cabo tal transferencia del reino, aún en el caso de que fuera contra la voluntad de la propia república (881). Igualmente un rey cristiano, con legítima jurisdicción, puede llamar en su ayuda a otro rey cristiano y más poderoso, para que le ayude a gobernar a sus súbditos, apartándolos de sus vicios y herejías. Pone como ejemplo a María Tudor, casada con Felipe II (882). Caso semejante sería el de un rey infiel que gobernara a súbditos infieles, si quiere que estos se conviertan al cristianismo, sin el cual no se puede conseguir la vida eterna, como el monarca no puede dirigirlos en este sentido, puede llamar en su auxilio a un rey católico, aún en contra del parecer del pueblo, y tal cesión es válida (887).

Esto es lo que pudo hacer Moctezuma, quien aconsejado exterior o interiormente hubiera comprendido que el bien de su pueblo pasaba por recibir la fe cristiana (890), y tal puede ser en principio un título justo para que reine el emperador Carlos en estas tierras (892). Incluso si no hubiera razón suficiente, porque Moctezuma no entendió claramente, o no tuvo plena libertad por el miedo al soldado armado; sin embargo existe motivo mas que suficiente para que permanezca la monarquía en el Emperador Católico, ya que por el modo de ser de estos habitantes, si Moctezuma o alguno de sus legítimos sucesores gobernaran, no serían suficientemente fuertes para mantener a su pueblo en la fe recibida; y porque esto es moralmente cierto, ninguna mente sana puede decir, que aunque constara la injusticia del Emperador en un principio, que está obligado a restituir el reino a Moctezuma o sucesores (895).

Lo mismo reitera en la tercera causa, donde por el temor al retroceso en la fe se hace más patente. Si los infieles abrazaron la fe en Cristo, y existiera un temor probable de que retrocedieran en ella, si permanecieran bajo la jurisdicción de sus gobernantes, podría privárseles a estos de tal jurisdicción, si de otra manera no pudiera prevenirse tal retroceso (807). Es decir, que la deposición de Moctezuma y demás príncipes, pudo haber sido injusta en cuanto al hecho, pero posteriormente pudo haberse legitimado el dominio español, ya que la justicia ha podido surgir después de recibida la fe; puesto que al principio hubo iniquidad, tanto en la intención como en el modo. Pero ahora es una razón evidente que si hubiera permanecido el gobierno en manos de los antiguos Señores, fácilmente se hubiera producido una aversión, retroceso y deserción hacia la fe cristiana. Por lo mismo reside lícitamente el gobierno en el Rey Católico (813).

Desde luego que rechaza otras razones que sin duda se escuchaban como justificantes, como por ejemplo el caso de la enemistad entre Aztecas y Tlaxcaltecas, en base a la teoría de la guerra justa, suponiendo que los segundos eran los agraviados (840), por lo cual hubieran podido llamar en su auxilio a los españoles, y así obtener estos los derechos para la guerra (842). Pero en este caso los españoles no pudieron, en justicia, llevar su intervención más allá del derecho de defensa que poseían los Tlaxcaltecas, ni exigir una reparación mayor, ni por supuesto privar de su jurisdicción a los Aztecas (849). Como a él no le consta la justicia de esa guerra, y como esta no llegaba hasta quitarles sus tesoros a los Aztecas (852); no existiría tal justificante, y en todo caso esto avalaría el dominio español sobre los Aztecas, pero ¿sobre los Tlaxcaltecas? (854).

 

B.- LA CONSTRUCCION DE LA PAZ.

 Veracruz tendrá siempre presente y defenderá a capa y espada, que los gobernantes Indígenas eran verdaderos Señores, y que no pudieron ser despojados de su jurisdicción por el hecho de ser infieles, porque la potestad y el verdadero dominio no se fundan en la fe, por lo que pueden existir en el infiel (246), ya que la fe corresponde al derecho divino, y por ello ni quita, ni pone dominio, pues este es por derecho de gentes (250). Esto quiere decir que no sólo sus reyes (251), sino también todos los que administraban las regiones, ya estuvieran nombrados por el monarca, ya lo fueran por sucesión hereditaria, ya por elección de un consejo, eran verdaderos Señores (253), y nunca pudieron ser privados de su jurisdicción por los españoles antes de su conversión al cristianismo, mucho menos después, aunque lo hayan hecho por concesión del emperador Carlos (256-257).

Para demostrar que se trataba de un verdadero estado de derecho, pone como ejemplo la manera en que se escogía entre los Purépechas a los gobernantes de los pueblos, tal como él lo escuchó de los ancianos consejeros del monarca: Existía un consejo constituido por los nobles, los Principales del reino, quienes siempre permanecían donde estaba el Rey, entre ellos cuatro eran los más importantes y quienes usaban de la máxima prudencia. Cuando en algún pueblo del reino moría el Señor, que llamaban carachaca pati, el pueblo comunicaba la noticia al Rey, a la mayor brevedad posible, valiéndose de un mensajero. El Rey entonces ordenaba a los miembros del consejo que deliberaran sobre quien debía ser constituido Señor de ese pueblo; ellos conferenciando entre si, y sabiendo la condición de aquel pueblo, nombraban alguno; esta decisión se comunicaba a los cuatro Principales, ellos lo dialogaban y tras tomar una decisión, entraban a la presencia del monarca, y ahí se tomaba la determinación final; haciéndose pública la noticia, para que todos le prestaran obediencia a quien había sido constituido Señor de ese pueblo. Si por casualidad el difunto tenía un hijo en edad madura y con la prudencia para regir al pueblo, este era el nombrado en lugar del padre, porque esto redundaría en bien del pueblo. Los tributos ya estaban señalados para siempre por el Rey, según la capacidad del pueblo (273).

Esto muestra muy claramente que se trataba de un régimen donde en primer lugar contaba el bien de la república, y consta que quien abusara del poder era destituido y ajusticiado (274). En consecuencia la idolatría no impide la verdadera jurisdicción, como consta por la escritura (276).

Una vez que certifica la legitimidad del gobierno Indígena, pasa a la construcción de este nuevo estado, donde una paz basada en la justicia, debe privilegiarse a toda costa. Este proceso pasaba, en el momento, por tres problemas básicos: Los tributos, las encomiendas y los conflictos de tierras con los Indígenas.

 1.- Los Tributos.- Este apartado tiene tres aspectos a considerar: a) El tributo debido a los legítimos gobernantes Indígenas. b) La legitimidad de los encomenderos para recibir tributos. c) El exigir a los Indígenas tantos tributos cuantos pudieran entregar.

 a) Habiendo comprobado que los gobernantes Indígenas tenían justa jurisdicción, seguían por lo mismo, siendo dueños legítimos de los tributos lícitos y moderados que recibían de sus súbditos, porque esto es consecuencia del gobierno legítimo, que se puedan recibir tributos (258). Por lo mismo quien quitó estos tributos a Moctezuma o Caltzontzin está obligado a la restitución, porque está cometiendo robo y está por consiguiente en pecado mortal (259). Lo mismo se puede afirmar de los demás Señores, pues no pueden apropiárselos los españoles, ni por concesión del Emperador, ni por orden de Moctezuma o Caltzontzin; porque lo hicieron por la fuerza y contra la voluntad del dueño, la república y los Señores (260). Por otra parte no pueden existir, en justicia, dos gobernantes legítimos, que deban recibir dos distintos tributos, pues esto atenta contra la república. En consecuencia como algunos Señores Indígenas, no tienen ya la jurisdicción, ni el nombre, otros tienen el nombre pero no reciben tributos, o los reciben tan exiguos que no merecen el nombre; por esta razón, el tributo debe pertenecer íntegro al verdadero Señor, y es injusto, en este sentido, el dominio que ejercen los españoles (263-264). Máxime cuando a los verdaderos Señores, Don Pedro sucesor de Moctezuma, y Don Antonio hijo del Caltzontzin, aun cuando tienen gente que les hace sus sementeras y les prestan servicios y tienen una pensión de la Corona, cincuenta pesos de minas el primero, y trescientos pesos de tepuzque el segundo (266), sin embargo no los tratan como Señores, pues se ven obligados a pedir el tributo para los españoles, y los injurian o los encarcelan, no les dan los tributos debidos y todavía los llaman ladrones porque tienen su propio patrimonio (267-269).

Pone como ejemplo un testimonio personal que lo sacó de sus casillas al no poder contener su enojo. Escuchaba la conversación de dos Oidores de la Audiencia, quienes se expresaban de los gobernantes Indígenas en los términos ya citados, por lo que furibundo les replicó: Ustedes que gobiernan la república llaman ladrón al verdadero Señor, porque tiene cincuenta o cien hombres que lo sirven y le dan tributo, y no llaman ladrón al español que tiene todos los habitantes de un pueblo, aunque sean treinta mil. No sé de donde sale tanta ignorancia. Por supuesto que los dejó callados (270).

 b) En este punto justifica los tributos moderados de los encomenderos que lícitamente recibieron sus encomiendas del Emperador o del Virrey (13), subraya moderados, porque si exceden la capacidad de los Indígenas, inicuamente se exigen y perciben (16); esto quiere decir que cómodamente puedan pagarlos, porque el hombre no está obligado a negociar el pago del impuesto, ni a procurarlo con un esfuerzo extraordinario, sino que se le debe imponer de acuerdo a sus posibilidades (228); la medida en cierto modo sería, que en los pueblos de los encomenderos no se cobraran tributos más altos, que los que se cobran en pueblos que pertenecen al Emperador (17-18). Es decir, se requiere que tal cobranza sea efectuada conforme a la voluntad del Emperador, según las normas por él emanadas, y conforme a la capacidad del pueblo (225); porque de otra manera no se justifica, la diferencia existente entre pueblos iguales, que perteneciendo uno a la Corona se le cobren quinientas piezas de oro, y otro a un encomendero mil piezas (227). ¿Con qué justicia se le exige al Indígena el doble o el cuádruple, que a un labriego español? Siendo que todos ellos tienen más posibilidades que estos, quienes no reciben dinero por los frutos que recogen, ya que no los venden, sino que siembran únicamente para sus necesidades (229). El tributo no puede ir en detrimento de las personas, de tal manera que su esfuerzo se dedique a él, olvidándose de sus propias necesidades y las de sus hijos (232); y es que se les cobra la décima parte o más de la cosecha del trigo, cuando respetando la voluntad imperial, bastaría con la quincuagésima o cuando mucho la cuadragésima parte del mismo (231).

Otro asunto es que se cobre el tributo a todos los Indígenas sin respetar dignidades (233), porque si en España están exentos, por privilegio, los nobles, caballeros e hidalgos, acá son los Principales (234), exentos por voluntad de la república para su gobierno y conservación (235). Por lo tanto, incluso el Emperador, no podría privar del justo tributo a estos antiguos legítimos Señores, por lo que está obligado a la restitución (178). De aquí se sigue que tanto el Virrey, como los Oidores, quienes tasan los tributos de los pueblos, poniendo celo en que nadie quede exento, pecan y cometen injusticia (236), si obligan a pagar al gobernador del pueblo, como le consta (237). Por las mismas razones, la voluntad y el bien del pueblo, deben de quedar exentos algunos Indígenas destinados a los oficios del culto divino (239), en número moderado porque de lo contrario habría injusticia a la comunidad, 30 o 50 en pueblos de diez mil habitantes (240).

 c) Veracruz responde en la cuestión cuarta a esta pregunta: ¿Es lícito exigir arbitrariamente tanto tributo, cuanto puedan pagar los Indígenas?. Arriba ya existen elementos para responder, pero la situación social que entonces se vivía era más complicada.

Los tributos se dan al Rey para que pueda tener los medios para salvaguardar el bien público, esta necesidad se puede cubrir sin exprimir al súbdito, luego ni se le puede exigir, ni está obligado a darlo en justicia (159). Por otra parte ninguno puede imponer tributos sino el Emperador, el Rey, el Concilio o el Papa (163).

Y pasa a las consecuencias, los españoles cuando sometieron a esta tierra, exigieron tributos por propia autoridad, y aunque no fueran excesivos, pecaron y están obligados a la restitución (165); así que el oro, plata, piedras preciosas, vasos y utensilios, y con mayor razón siervos o esclavos, e incluso hombres libres, que se pedían como tributo a los pueblos, están obligados a la restitución de todas estas cosas, y pudiendo restituirlas, todo el tiempo que las retengan están en pecado y no pueden ser absueltos (168). Consciente de las consecuencias de su opinión que ponía en crisis a buena parte de la sociedad Novohispana, reafirma: Esta palabra es dura, lo confieso, pero quien pueda entender que entienda, porque también es estrecho el camino que conduce a la vida y pocos pueden entrar. Porque no había ningún derecho para pedir tributo, a no ser que se le llame tal el que esta tierra recién descubierta no perteneciera a nadie y se concediera al primer ocupante; de tal forma que así como uno puede capturar animales salvajes y adjudicárselos, así también con los habitantes de este nuevo mundo, por ser infieles (169). Ni vale tampoco decir que ellos ofrecían cosas, pues si hubieran podido negarlas sin peligro de perder la cabeza, no las habrían dado, habiendo probado suficientemente los españoles su intención, matando con mucha crueldad y despojando más ávidamente, poniendo como pretexto el estar sirviendo al Dios del cielo, cuando en realidad era a la avaricia con apariencia de santidad, pues se agenciaban todas las ofrendas que descubrían al servicio de los ídolos, convirtiéndolas en su propio dios; por lo cual están obligados a la restitución de todas aquellas cosas que tomaron de templos y lugares comunes, porque esos bienes pertenecían a la comunidad, y aunque ofrecidos al demonio, no por eso caen bajo el derecho de los españoles (171). Les recuerda el libro del Deuteronomio, 7, 25-26: donde se ordena quemar los ídolos y todo lo que les pertenece, porque es anatema (172).

Y para responder más directamente a su pregunta afirma: Si el monto del tributo excede la capacidad del pueblo, se peca exigiendo y se está obligado a la restitución, ya que los tributos, para que sean justos, no deben exceder las fuerzas de los súbditos, y lo contrario es robar (200). Por lo mismo cuando un pueblo al no poder pagar los tributos, está endeudado y los tiene rezagados, sólo con mala conciencia se le pueden exigir, y quien esto haga peca y está obligado a la restitución; y más si con inhumanidad se llega a encarcelar al Cacique o Principales, para que exploten a los demás o vendan sus propios bienes (202). Estas cosas se han realizado durante muchos años, y pone un ejemplo actual donde un Cacique por miedo, vendió el caballo que montaba y pagó el tributo (204).

En realidad la medida de los tributos, es que estos no sean mayores que los pagados en el tiempo de su infidelidad; y en esto pecan el Virrey y los Oidores si han exigido en demasía y no han restituido, pues no los excusa el escándalo que pueda derivarse en la república, pues es preferible este, al abandono de la verdad porque sería farisaico, mientras que el cristiano se distingue del infiel en que por ninguna razón debe ofender a Dios, y lo que lo ofende no debe ser tolerado, suceda lo que suceda (209).

Pasa a examinar los excesos que se han cometido, siendo muy común que, por ejemplo, en pueblos donde se produce algodón, se impongan los tributos en mantas, lienzos elaborados e incluso en vestidos, por lo que las mujeres con enorme trabajo y gran peligro para su cuerpo y para su alma deben tejerlos (212); de esto da testimonio personal, viendo mujeres que trabajaban día y noche en esto, encerradas con fuerza y violencia en un lugar, como si estuvieran condenadas a la cárcel y nutriendo a sus hijos; de tal reclusión se sigue que las embarazadas aborten por el excesivo trabajo, y si amamantan, por la misma causa, como comen mal y fuera de hora, dan a sus hijos una leche pésima y estos mueren; y ahí mismo, los hombres que dirigen este tipo de trabajos tienen ocasión de ofender a Dios. Habla por experiencia de cosas que vio, se les exigen mantas de ciertas medidas y tejidas tan fuertemente y con hiladas tan apretadas y compactas que difícilmente podría pasar una aguja (213). Quienes esto exigen, pecan y están obligados al pago del trabajo, porque el mandato del Emperador es para el algodón (214).

Veracruz piensa que la razón de esto, es la corrupción que los españoles provocan en los Caciques y Principales, con quienes se entienden cuando hay que renovar los servicios tributarios; por lo mismo propone que se requiera el consentimiento del pueblo debidamente expreso o interpretativo (218); porque de lo contrario con miedo, y por una botija de vino, o un caballo o una gorra, consienten en un determinado tributo (220). Y aunque el pueblo clame, incluso el Virrey puede engañarse con el consentimiento del gobernador Indígena, aunque no lo justifica, porque tanto él como los Oidores, saben de la condición de los Indígenas, y del artificio de los españoles (223); para que el Virrey quedara libre de pecado, antes de la tasación debía enviar a un varón probo que preguntara al pueblo sobre la comodidad del tributo, y después interrogar a los nobles sin la presencia del español, y así saldrían los fraudes y engaños que se cometen (224). Y como siempre pone un ejemplo sucedido poco antes: En una encomienda donde cesaba el servicio del mineral, el Virrey llamó al cacique para que tasara el tributo; habiendose dado cuenta el encomendero de la situación, salió al encuentro del gobernador Indígena, desmontó del caballo y abrazando al cacique le hablaba con mucha simpatía y con suaves palabras, algo le ofreció y con el máximo honor lo llevó a su casa. El Indígena estaba admirado de la insólita honra que se le dispensaba, porque con frecuencia oía que le llamaba perro bellaco, sin embargo ahora era: Señor Don Fulano, venga enhorabuena, etc. No entendió el significado de los honores y pensó que esas cosas durarían para siempre, por lo que consintió conforme le convenía al encomendero en cuanto al tributo (222).

Analiza el caso de los siervos que se pedían como tributo a los pueblos, al menos en un principio, lo que califica de inicuo, pues nunca se impusieron tales tributos ni siquiera a los infieles (183); puesto que aún cuando fueran siervos de los Indígenas, se les reducía a mayor esclavitud que la que antes tenían, pues tenían su peculio y su familia (184), en cambio los españoles los vendían para cavar en las minas, y no sólo en estas partes, sino que los exportaban a las islas del Caribe, pereciendo una multitud innumerable de ellos, vendidos a precio bajísimo, menor que el de un buey o carnero (185); vendiendo a veces a quienes nunca habían sido esclavos (186). Todos los que hayan estado en estas actividades, están obligados a resarcir los daños causados a los pueblos, puesto que provocaron la desolación (187). En síntesis, todo español que impuso tributos pecó y está obligado a la restitución (189).

Caso similar es el de los tamemes y el de los tlapias, arbitrariamente pedidos por los encomenderos, como cargadores los primeros, y los segundos para el cultivo de los campos, el cuidado de los rebaños, edificación de sus casas, acarreo de leña o cuidado de bestias y casas, a todos ellos se les debe restituir el precio de su trabajo (191). No obsta que se afirme, que tanto el Cacique como los Principales los concedieron libremente, pues aunque esto hubiera sucedido, los trabajadores forzados ya a una ocupación, no estaban obligados a regalar su trabajo. Si no se puede resarcir a quienes trabajaron, se debe dar al pueblo una compensación (193). En estas cuestiones no vale disculparse amparándose en la costumbre, pues fue una costumbre pésima y no cristianamente introducida, aunque la hayan hecho los cristianos; esto excusaría tanto como justificar a alguien que robó por muchos años cosas ajenas (196).

 2.- Las Encomiendas.- Para tratar este punto supone que el Emperador tiene jurisdicción válida sobre estas tierras, y sólo distingue los diversos modos como se pudieron constituir.

Si la encomienda fue otorgada por el Caudillo (Hernán Cortés), que carecía de facultad especial, si esta situación no fue confirmada por el Rey, quienes así poseen, están en posesión injusta y mal retienen lo que reciben y están obligados a la restitución. Pudo no ser tan obvia la aprobación, pues al informarse el monarca de que este sistema convenía para la conservación de estas tierras, lo pudo aprobar genéricamente, pero si no existió al menos este consentimiento, léase arriba la conclusión (25). Luego se sigue que quienes poseen algo contra la voluntad del Emperador, lo tienen injustamente (26). En consecuencia quien retenga estos bienes, está obligado a restituir todos los tributos, y mientras no lo haga, no puede ser absuelto (29). Tal ocurre aunque la ocupación haya sido pacífica y sin violencia (31), pues ciertamente los pueblos nunca estuvieron abandonados o sin gobernantes (32). Más si esta ocupación se basó en falsas escrituras o testigos para obtener el pueblo, no tiene tranquila su conciencia (34).

Si uno posee la encomienda, y otro tiene el título lícito, si el primero obtiene de un juez sentencia a su favor, posee injustamente y está obligado a pagar los daños (40). Añade una excepción que nos puede parecer un tanto cuanto extraña: Si alguno fue despojado injustamente del pueblo que tenía en justicia, o no fue premiado como otros, y por vía ilícita adquiere un pueblo; si el Emperador lo sabe, y no le hace alguna donación, en tal caso, aunque pecó gravemente en el modo de adquirir, sin embargo no está obligado a la restitución. Pero si el Emperador le otorga algo, entonces no tiene justa posesión (37).

En estas cuestiones de encomiendas no vale la prescripción de buena fe, aunque pasen 50 años, la razón es que la prescripción otorga la jurisdicción como pena a la negligencia del verdadero dueño, supuesta la buena fe del beneficiario (41); pero aquí no se puede invocar, excepto si se llama buena fe a la del español, que por haber nacido y criado en España, y descender de padres cristianos, tenga título legítimo para saquear y despojar de su justa jurisdicción a estos Indígenas que eran infieles, idólatras, aborrecidos por Dios, con lo que ilegítimamente poseerían la tierra, y se les podría expulsar y mandar al destierro, como lo hicieron los Israelitas en la tierra prometida, por la voluntad de Dios (42). Si esto se llama buena fe, entonces si la tendrían los españoles, quienes juzgan a estos Indígenas indignos, no sólo de los cielos, sino también de toda posesión temporal, aún después de su conversión a Cristo; y lo que más admira es que digan que tienen la fe por derecho hereditario y no por don de Dios, pues no la poseemos por méritos propios, sino que Dios nos llamó por su gracia (43). Ni tampoco puede llamarse negligencia del pueblo o del antiguo Señor, porque en esto no son negligentes, pues clamarían si fueran escuchados contra la tiranía y opresión que padecen de los encomenderos, quienes los devoran como pedazos de pan, despojan, hieren, destruyen y casi no los defienden, sino que juzgan que dan gloria a Dios exagerando los tributos y añadiendo toda clase de exacciones para afligirlos. Y lo certifica: De esto soy testigo ocular (44).

En la cuestión segunda, trata la razón de estas encomiendas, que es la instrucción de los Indígenas en la religión cristiana (47-105). Señala el abandono en que tienen las capillas, llega a afirmar que el encomendero debe emplear en estos menesteres la cuarta parte de sus entradas (102), pues no es justo que se acumule una riqueza mayor a la que necesita para su estado de vida, y no dé un óbolo para el ornato de la iglesia y la instrucción de los Indígenas (103). Repite: Lo digo por experiencia. Yo conocí a no pocos nobles según el siglo, que ojalá lo fueran a los ojos de Cristo, para quien sólo la virtud es verdadera nobleza, que tienen las paredes de su casa tapizadas con seda, tienen vasos de oro y plata que usan para comer y beber, tienen lechos que si no son de marfil, si están cubiertos de seda, gozan del cuidado de muchos siervos, tienen incontables y costosos cambios de ropa, y hasta resplandecientes arneses para los caballos, y sin embargo en la iglesia del pueblo, de donde obtuvieron todo esto, ni siquiera hay un cáliz, ni ornamento del altar, ni para celebrar la misa (104).

 3.- Los conflictos con las tierras Indígenas.- Se pregunta en la tercera cuestión sobre la justificación que puede existir cuando los encomenderos, que tienen una donación válida, puedan ocupar las tierras de los pueblos indígenas que están sin cultivar, para utilizarlas en sembrar o en pastar sus ovejas (106).

Distingue las clases de tierras que entonces existían: Unas son tierras incultas que nunca fueron propiedad privada sino comunal. Otras alguna vez estuvieron cultivadas, estas pueden ser propias o comunes si se cultivan en común, estas en la época prehispánica se destinaban para proveer a los reyes, señores, sacerdotes o el culto, y entonces se nombraban tierras de los cues (109). Otro aspecto que se debe tener en cuenta, es que los Indígenas suelen cambiar el lugar de la siembra de año en año (129). Se debe analizar también, si el usufructo será para el bien común, o el privado (110); igualmente se debe notar si la ocupación se hace por propia autoridad, o si es con la del Virrey y Oidores; así como si el pueblo da su consentimiento o no, o se hace con la voluntad del cacique, o si este solamente calla (111).

Después de estos presupuestos responde: Ningún encomendero, por propia autoridad puede ocupar tierras cultivadas o incultas del pueblo de su encomienda, puesto que le pertenecen los tributos, pero no los bienes que los producen (112). De esto se sigue que quienes hayan ocupado tierras, para sembrar o para pastar, están en pecado mortal como ladrones, y están obligados a la restitución de las tierras y al pago de los daños causados (114). Incluso quienes hallan recibido del Virrey tierras que alguna vez estuvieron cultivadas, tal donación no es válida, porque la donación corresponde al pueblo y no al príncipe (118). Caso distinto, pero con iguales consecuencias, son aquellos que poseen tierras por compra al Cacique o a los Principales, sin el consentimiento del pueblo, pues aunque la transacción se halla efectuado a precio justo, ni quien compra ni quien vende tienen asegurada su conciencia. Puesto que quien compra lo ajeno, sabiendo que no le pertenece al vendedor, es un defraudador (120). Solo se podría justificar si la venta es para bien del pueblo, pero donde no, porque el precio no fue el justo, o donde no redunde en beneficio público; no es justa la compra y quien la haga debe restituirla (121). Para que tal venta sea lícita, se requiere que se haga con el libre consentimiento de todo el pueblo, a un precio justo y sin extorsión, ni violencia, ni miedo. Porque sabe que con frecuencia se apalabran con el Cacique o Principales en poco dinero, y con dádivas personales de vestidos, arrobas de vino, caballos o zapatos (122).

Nadie, pues, por propia autoridad, puede ocupar contra la voluntad del pueblo sus tierras, aun las incultas, ni para pasto, ni para siembra (125). Esto para evitar lo que realmente sucedía, que el ganado andando libre en tierras supuestamente incultas, causaba muchos daños en los sembradíos de los pueblos, y entonces existía doble iniquidad, se causaba daño en tierras ajenas y no se pagaban suficientemente los daños (129).

La excepción será el bien común, porque entonces se supone la voluntad del pueblo, y aunque este no quiera, su obstinación puede ser irracional (133). El príncipe debe proveer al bien común de todo el reino, y aunque una parte sufra daño, si de otra manera no se puede lograr el bien de todos. Así si constará al Virrey, la necesidad de lugares donde se apacienten rebaños que provean de carne para alimento del reino, o se necesite sembrar para hacer pan; si algunos pueblos tienen campos superfluos, como es para el bien común se puede proceder (134). Incluyendo en lo posible el bien particular del agraviado, porque la abundancia de bestias, ¿qué le interesa al Indígena, que ni las usa, ni las posee? Si se requiere gran cantidad de trigo, ¿qué le importa si tiene su propio grano para alimentarse? A no ser que se haga depender el bienestar de los Indígenas, del bienestar de los españoles, lo que no concedemos (137). Otro elemento a tener en cuenta, es que no sea por comodidad, pues si tales pastos o tierras existen en lugares distantes, no es lícito concederlos en territorios cercanos (138). También hay que notar, que al presente los Indígenas no tienen ganados, pero los podrían tener, y consecuentemente no se les debe quitar esta posibilidad por falta de espacio (141). Por eso para estos casos él aconsejaría que se pidiera la voluntad del dueño, porque ni el Rey, ni el Virrey son los dueños que pudieran donar estas tierras a su arbitrio; no es suficiente que envíen a alguien que vea la posibilidad del daño, porque nunca lo ven, pues atienden más al bien de los españoles, que a la vejación de los Indígenas (142).

La excepción serán las tierras baldías que nunca han tenido dueño, y que por lo mismo se conceden al primer ocupante, y no se necesita la autorización de alguno; tal es el caso de las tierras entre Chichimecas, porque los nómadas, viven más a la manera de los brutos y no siembran la tierra; allí no se hace injuria si los ganados de los españoles comen hierba (148).

En la cuestión sexta analiza las compraventas de tierras efectuadas por los españoles a los Indígenas. Conforme a la lógica anterior, toda venta lícita requiere que venda el dueño y se pague un precio justo (285); en consecuencia todos aquellos que compraron tierras, sin el consentimiento del dueño, aunque hallan pagado el precio justo al Cacique o principales, tal transacción es inválida porque no pueden vender contra la voluntad del dueño (294-95); ni siquiera si tal contrato tiene el aval del Virrey y Oidores (297). Otra situación distinta se daba cuando la venta se hacía con la anuencia del dueño, pagando el precio justo, pero el dinero no llegaba al dueño, porque el Cacique se quedaba con él; en este caso el comprador poseía válidamente, aunque, sabiendo la situación, estaba obligado a que el precio se entregara al dueño (298-300). En cambio si sabiendo que esto iba a ocurrir, no entregaba el precio al dueño, injustamente compraba y estaba en pecado mortal (301). En consecuencia el confesor no podía absolver a estos compradores, hasta que el dinero hubiera sido entregado al dueño (303); carga en esto la conciencia del confesor, pues muchas de las ventas así se efectúan (304).

Nuevamente pone la excepción del bien común, en cuyo caso aún sin la voluntad del dueño se pueden vender sus campos, siempre y cuando se le entregue el precio de los mismos (305); pero también advierte que por esta razón se excusan frecuentemente las cosas que se hacen en estas partes, por lo cual el confesor debe estar muy atento (315); ya que a veces no hay tal necesidad, o existen otros sitios en lugares más distantes, etc., por lo que él se abstiene de aprobar así nomás (316).

Por otra parte, los campos baldíos de la comunidad, no pueden ser vendidos por el gobernador, sin el consentimiento del pueblo, aunque se pague un precio justo (318); por las razones arriba citadas, el gobernador no es el dueño (319). Si el pueblo consiente en la venta, el gobernador puede hacerla lícitamente, a no ser que vaya en destrucción del mismo pueblo (322); porque entonces es función del gobernador evitarlo, ya que su cuidado es fomentar el bien del pueblo, así la venta sería ilícita (324). Si está en juego la destrucción del pueblo, ni siquiera una donación del Emperador, Virrey o Gobernador, sería lícita, y en ese momento eran abundantes estos casos (327).

En conclusión, se puede sostener con mucha facilidad, que normalmente, las compraventas efectuadas por los españoles a los Indígenas, no tuvieron la equidad del derecho y muchas de ellas son evidentemente injustas, porque casi todas fueron efectuadas con el parecer del Cacique y Principales, sin el consentimiento del pueblo, del dueño, o con un consentimiento temeroso, es decir no libre y válido (336). Esto no es raro puesto que los españoles normalmente compraban tierras en los pueblos de su encomienda, actual o anterior, y entonces la voluntad de los Principales era la voluntad del español, y así por miedo o halagos, o porque el precio fue ridículo, o no benefició al pueblo; todas o algunas de estas cosas vician recíprocamente el contrato (337). Habla en general, porque del particular será un confesor prudente el que emita su juicio (340).

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