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de Bienvenida
Inclusión y Exclusión en la Escuela
Identidad
del Colegio Agustiniano
La
Comunidad Educativa
El Clima
Educativo
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de Powerpoint
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IDENTIDAD DE UN CENTRO AGUSTINIANO. ELEMENTOS PEDAGÓGICOS
(P. Alejandro Moral, OSA)
Dice la Gaudium et Spes: “El porvenir de la humanidad está
en las manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras Razones para
vivir y Razones para esperar” (Gaudium et Spes, n° 31).
La historia humana debería ser como un vestido bonito que los hombres
construyen a lo largo de los siglos con delicadeza y tesón pero que, sin
embargo, irresponsablemente, tejemos y destejemos continuamente, creando
frecuentemente desesperanza y destrucción.
Nosotros, hombres del s. XXI, que hemos visto florecer gran cantidad de
utopías, derrumbarse numerosos imperios, creído y descreído tantas mentiras,
tenemos dificultad para no mirar a la historia con escepticismo, para no
dudar del mismo ser humano.
Es en esta coyuntura de nuestro siglo, en el que el ser humano sigue
muriendo de hambre y luchando contra el hermano en guerras provocadas por
intereses, donde los Agustinos podemos y debemos ofrecer al mundo, a través
de nuestros colegios, el proyecto de Jesús y la verdad sobre el hombre,
desvelados y vividos desde la espiritualidad agustiniana.
Es una enorme riqueza, que hemos de saber ofrecer con tanta sencillez como
transparencia, desde la propia experiencia y testimonio vital. Porque
sabemos que esta experiencia vivida del proyecto de Jesús al modo
agustiniano es un don, una gracia, por eso podemos ofrecerla humildemente,
como gesto de amistad y compromiso humanitario. No se impone, se muestra. Se
ofrece como una invitación a la Interioridad, a la Libertad, a la
Solidaridad, al Bien Común, a la Amistad.
En nombre de Jesús y con los valores agustinianos de la Interioridad,
Comunidad, Libertad, Amistad y Solidaridad, es posible orientar la historia
hacia una sociedad mejor, y mostrar en la práctica el camino de la esperanza.
Propongo, antes de adentrarnos más en el tema que ocupa nuestra reflexión,
un texto de San Agustín, que podría considerarse como escrito para cada uno
de nosotros y que, incluso, podemos ofrecer como oración:
“Señor, tú que me diste el que te encontrase y el ánimo para seguir
buscándote, no me abandones al cansancio ni a la desesperanza. Haz que te
busque siempre, y cada vez más con más ardor y dame fuerzas para adelantar
en tu búsqueda.
Ante ti pongo mi fortaleza y, con ella, mi debilidad. Acreciéntame la
primera y cúrame la segunda.
Ante ti pongo mi ciencia y, con ella mi ignorancia. Allí donde me abriste,
recíbeme, pues estoy entrando. Allí donde me cerraste, ábreme, pues estoy
llamando.
Que me acuerde de ti, que te comprenda, que te ame.
Aumenta en mí tus favores hasta que totalmente me reforme en ti”
(San Agustín, La Trinidad, 15,28,51).
A MODO DE INTRODUCCIÓN
“En la Escuela dimos, por fortuna,
con los hombres que te invocaban, Señor,
y aprendimos de ellos a sentirte como un ser cercano”
(San Agustín, Confesiones, 1, 9)
Todos sabemos que la calidad de la educación depende de los profesores en
medida mucho mayor que de otros factores. Y la identidad real de un Centro
Educativo depende más de los educadores, que ejercen su labor en contacto
directo con los alumnos, que de la titularizad legal del mismo.
La actual formativa vigente ofrece la posibilidad de que cada centro tenga
un estilo propio y peculiar de educar, su propio perfil, su propio Ideario.
Es decir, aunque las finalidades y objetivos generales de la educación estén
delimitados, de una forma general, en una ley, sin embargo, la
interpretación de esta ley o su aplicación a un contexto determinado ofrece
un amplio haz de posibilidades educativas específicas. A esta interpretación
o aplicación de la ley no son ajenas ni las distintas posiciones
teórico-filosóficas sobre educación ni los distintos modos o preferencias a
la hora de estructurar el microsistema de cada centro en objetivos, métodos,
funciones... bien diferenciados. Esto lleva consigo la posibilidad de poder
ofertar una amplia pluralidad de opciones y estilos educativos para que cada
cual, en teoría, pueda elegir el que mejor le parezca. Si ello supone una
ventaja, a la vez encierra un serio desafío: elegir y determinar los
elementos personales, materiales y formales que deben ser implicados en el
“modo de hacer, propio y peculiar de cada centro”.
El alma de la educación radica en la filosofía que la anima, en el Ideario
que la preside, en el estilo que la caracteriza, en el perfil que la
constituye.. Conocer, meditar, interiorizar y llevar a la práctica estos
elementos constitutitos, es dar consistencia al hombre que postula desde el
esfuerzo cotidiano educativo los objetivos rectores del Centro Educativo.
Los procesos educativos se mueven en la actualidad, en unos contextos que
obligan a revisar y renovar objetivos y metodologías educativas.
Los cambios sociales a velocidades imposibles de asimilar, las diversas
instancias sociopolíticas, el mundo de la integración global dominado por
los acuerdos entre las grandes multinacionales, el poder de la informática
cambiante de día en día, el creciente peligro de la multiplicación de
guerras, el cambio ambiental en el planeta, el creciente número de pobres y
aumento de pobreza, el egoísmo de los países ricos y de la mayoría de los
gobernantes que buscan exclusivamente sus propios intereses, la injusticia
creciente en una sociedad en la que la ley cada vez se aleja más de los
principios objetivos que la sostienen... Constituyen un mapa de
interrogantes sobre la capacidad del hombre para cambiar un devenir de la
historia que, en boca de los más pesimistas, corre desbocadamente y sin
posibilidad de frenarlo hacia su fin próximo.
Yo me pregunto si el pecado del hombre tiene raíces tan profundas,
imposibles de sanar, que llegue a condicionar nuestra existencia de tal
manera que no haya posibilidad de salvación. Lógicamente, como creyentes,
seguimos confiando en la posibilidad de conversión y de cambio en el hombre,
no, ciertamente, por mérito de nuestras propias fuerzas sino por la infinita
misericordia de un Dios bueno, que se nos ha revelado como Padre, y nos ha
entregado a su Hijo para redimir este hombre en pecado... Y que, además, ha
puesto en nuestras manos la posibilidad de orientar y cambiar esta tendencia
perversa que el pecado ha dejado en nuestros corazones. Dios, ciertamente,
nos ha hecho para Él.
Es aquí, en esta situación social, económica, de poderes políticas, de
intereses personales, de fuerzas cosmológicas, de creencias y diversos
credos, donde tenemos que situarnos nosotros y DAR RAZÓN DE NUESTRA
ESPERANZA, EXPLICAR EL SENTIDO DE LA VIDA COMO TESTIGOS DE CRISTO VIVO EN
MEDIO DE NOSOTROS, como decía Juan Pablo II. O, si queréis, como dice
Benedicto XVI, hemos de mostrar que “Dios es AMOR” y que todos estamos
llamados a participar de ese amor de Dios.
Hemos de partir desde la realidad concreta que nos envuelve, en la que, sin
duda, también hay muchas cosas buenas, y tender hacia el ideal. Hemos de
hacerlo desde una experiencia concreta educativa, desde la escuela en la que
realiceis vuestro trabajo y en un espíritu que debe marcar nuestro actuar:
el espíritu agustiniano.
Creo que las continuas crisis de identidad personal y de estructuras de
apoyo, tales como la familia, la Iglesia, el colegio, implican un cambio
profundo en el proceso educativo integral.
Las alternativas pedagógicas actuales pasan por una objetivación serena y
profunda de la realidad educativa; por una constante relación dialógica
entre lo que es y lo que debe ser y una transmisión de valores y
conocimientos que hagan posible el futuro.
Hay que educar para la identidad y autonomía personales, para la comunidad,
para el servicio solidario, para la virtud. Es preciso incidir en la
adquisición de actitudes y hábitos, que configuran la bondad y la
generosidad, como respuestas a la autenticidad de vida.
Educar para el compartir generoso, desde la justicia y la corresponsabilidad,
como exigencia social del hombre y, en concreto del hombre cristiano, están
solicitando un nuevo Begriff (concepto) de educación, desde la integración
psicológica y antropológica de elementos y valores como respuesta a los
interrogantes nuevos que las pautas culturales de una sociedad siempre
cambiante postula.
Educar desde la vida del educando y desde la vida que le toca vivir, para la
vida en la que va a realizarse vital y procesionalmente, obliga a revisar y
renovar objetivos y metodologías educativas. Más aún, más que educar para la
vida, fórmula que ya se ha quedado insuficiente, se trata de llenar la vida
de educación.
Todos estos principios suponen una clara visión del hombre, una adecuada
oferta de valores, una coherente pedagogía en su transmisión y un convencido
compromiso de acompañamiento y de testimonio en su realización.
El tema de la “educación en valores” ha sido clave en la reflexión
pedagógica, pero en la actual situación de la realidad social en la que
vivimos adquiere una especial significación. Aunque, cabe preguntarse, si
aún se puede hablar de valores, o, incluso de si los valores pueden ser
objetivos y válidos para todos, en todos los lugares y para todas las
sociedades y culturas. También se preguntan algunos maestros en pedagogía
por la duración de los valores, es decir, si los valores tienen validez
durante toda la vida de una persona o dependen de edades. ¿Hay valores
abstractos, independientemente de las personas, lugares y épocas? Por
ejemplo, en la Época del Postmodernismo, uno de los así llamados valores,
era la preparación pedagógica del individuo para estar abierto al “cambio
continuo”.
“Vivimos en un mundo plural –afirma Victoria Camps en su obra Virtudes
Púbicas-, sin ideologías sólidas y potentes, en sociedades abiertas y
secularizadas, instalados en el liberalismo económico y político. El consumo
es nuetra forma de vida. Desconfiamos de los grandes ideales, porque estamos
existiendo a la extinción y fracaso de las utopías recientes. Nos sentimos
como de vuelta de muchas cosas, pero estamos confusos y desorientados, y nos
sacude la urgencia y la obligación de emprender algún proyecto común que dé
sentido al presente y oriente el futuro”.
Hemos encuadrado muy brevemente nuestros retos y desafíos, entre la
inquietud y la esperanza. Es tiempo de sensibilidad, de escucha, imaginación
y creatividad. Es necesario saber afrontarlo desde el diálogo de la
comunidad educativa. No dejéis pasar esta oportunidad importante en la
historia del ser humano, de la humanidad. Nuestros jóvenes necesitan, por el
vacío axiológico y moral que se está creando, de nuestro esfuerzo en diálogo
y comunión. Instruir es necesario, pero como camino. Educar es esencial como
punto de partida y como meta de llegada.
¿EXISTE UN FUNDAMENTO SOBRE EL QUE BASAR LA EDUCACIÓN?
Nadie puede poner hoy en duda que detrás del hecho educativo hay un
fundamento axiológico. El problema no radica tanto en el fundamento
axiológico cuanto qué fundamento axiológico, qué valores hacen de fundamento.
El tema se complica aún más, y se hace más conflictivo, al contemplar la
doble cara del valor: su existencia ideal (más allá de la experiencia) y
real (yo aquí y ahora), es decir, la realidad teñida de razón y de afecto.
De aquí que el acuerdo fácilmente se dará en el plano ideal (la verdad, la
justicia, la amistad, la comunidad, la interioridad...), pero tal acuerdo se
desvanecerá ante la realidad concreta. En la educación siempre se buscará la
perfección, la optimización; las divergencias surgirán al delimitarse el
contenido concreto de esa perfección: qué valores, qué sentido y qué orden
jerárquico fundamental en la educación, o la mejor educación.
El problema educativo es, por tanto, en parte, un problema axiológico: si el
valor radica en el hombre o fuera de él, si el hombre crea el valor o lo
descubre. Ello nos conduce a un subjetivismo y objetivismo axiológico y,
desde estos fundamentos, a un subjetivismo u objetivismo pedagógico. Si los
valores son subjetivos, la educación será “educere”, es decir, sacar,
extraer, dar a luz (modelo de desarrollo): hacer crecer lo que el sujeto ya
posee. Por el contrario, si los valores son objetivos, la educación será “educare”,
conducir, guiar, orientar (modelo directivo): llevar al sujeto a una meta
valiosa, previamente determinada. Y si los valores poseen una dimensión
subjetiva y otra objetiva, la educación seguirá los mismos pasos: modelo de
integración.
Calificar, pues, algo de educativo conlleva necesariamente una vinculación o
referencia, explícita o implícita, al valor en todas y en cada una de las
dimensiones o factores que constituyen el objeto de la educación:
- El hombre, como sujeto de su propio proceso perfectito o formativo: el
quién de la educación; pues, aunque la educación no da el ser, sí da un
nuevo y mejor modo de ser, un valer más en su dimensión individual y social,
una segunda naturaleza.
- El contenido o qué de la educación, en cualquiera de sus aspectos: físico,
intelectual, afectivo, moral o religioso. En todo caso, siempre el contenido
estará vinculado a lo deseable o valioso, salvo que deje de ser contenido
educativo. Nadie calificará de educativo el matar, el robar, la droga.
- La forma o cómo se realiza la educación, pues un contenido positivo,
transmitido por medio de la manipulación, la violencia, la mentira, el
engaño o el adoctrinamiento, deja de ser valioso por el modo o forma en que
se realiza y, por lo mismo, está lejos de lo que entendemos por educación.
- La finalidad o el para qué del proceso educativo. Los fines, metas u
objetivos se desean porque valen. Ello justifica la intervención de
malquiera de sus aspectos. Al final del proceso, la esperanza del educador y
del educando es la consecución o, al menos el acercamiento, a la meta
deseada, que siempre será un modo de ser más valioso, según el modelo o
patrón seleccionado.
Desde esta visión axiológica de todos y cada uno de los aspectos del proceso
educativo, hoy con más urgencia, se presenta el dilema de la aceptación o el
rechazo de lo existente. Aceptar los valores vigentes (si es que los hay o
nos ponemos de acuerdo sobre ellos), conservarlos o aumentarlos, o bien
cambiar la situación dada por antivaliosa, es siempre el problema y el
quehacer de toda educación. Aceptación o rechazo, afirmación o negación es,
quizás ahora más que nunca, una tarea permanente ante el análisis y
valoración de lo heredado (Gervilla, Postmodernidad y Educación, 1993;
Nitrola, Pensare l’Attualitá, 2005).
TÚ ERES TUS VALORES
Los valores son paradigmas, criterios orientadores de la conducta humana,
que permiten calificar una opción como “más valiosa” que otra, en la
ineludible tarea de decidir. Es nuestra autoafirmación como persona.
Los valores no existen con independencia del sujeto; aparecen cuando se
establece una relación entre el sujeto que valora y la realidad valorada. Se
nos revelan por medio de la intuición emocional.
Los valores son prioridades que describen nuestra conducta, aquello que no
nos deja indiferentes, tendencia, aspiración o deseo hacia alguna cosa o
situación que nos destaca por su perfección o dignidad. En definitiva, son
imágines interiores que motivan al ser.
Cuando un individuo construye un valor, lo asimila a su propia personalidad,
quedando, en cierta medida, reestructurado por la adquisición de tal valor.
Se empieza por vivir un valor, luego se aprende a saltar al “sentido del
deber”, para acabar comprendiendo que no es cuestión de mayorías (objetividad).
De aquí que el valor sea un conjunto interiorizado de principios que
permiten al individuo reaccionar emocionalmente, tener criterios de juicio y
poseer guías para la propia actuación.
El valor es la perfección o dignidad que tiene lo existente, y que reclama
de nosotros el adecuado juicio y estima, carácter de las cosas que las hace
merecedoras de aprecio.
Los valores influyen poderosamente en nuestra existencia, son los que
permiten que podamos autodefinirnos; configuran a la persona, nos guían en
nuestras decisiones, dan significado a nuestras vidas.
La captación de los valores no depende del esfuerzo intelectual, sino de la
intuición emocional. La intuición, el sentimiento, la afectividad –lógica
del corazón- es decir, las vivencias personales y ajenas son las que mueven.
Los valores proclamados, pero no vividos, no entusiasman.
Los valores son los que dan colorido a la vida, los que permiten definir al
hombre, los que imprimen dirección a nuestras vidas.
Los valores, y su ordenación jerárquica, nos dan criterios para orientar
moralmente nuestras vidas, enjuiciar la realidad y actuar en consecuencia.
Se trata de llegar a sentir como propio el valor, de estar dispuesto a
afirmarlo y a usarlo para valorar la realidad y para valorar la propia
actuación, porque un valor se posee personalmente, cuando se cree en él, y
no tan sólo cuando se conoce su significado.
Los valores cristalizan para cada individuo en ideales de valoración, que
apreciamos y con los que nos sentimos afectivamente vinculados,
considerándolos como propios (criterios de juicio). Estamos en el “umbral de
la valoración crítica de la realidad”.
Hay valores universales, los ampliamente deseables y compartidos (como la
Declaración Universal de los derechos Humanos o los principios básicos de la
democracia...), los que llamamos irrenunciables.
Los valores son también, tendencias o predisposiciones aprendidas y
relativamente fijas, que previsiblemente se manifestarán ante una situación
determinada. Nos hallamos en el “umbral de la conducta”.
Los valores, con actitudes y normas, aportan elementos básicos que dan
carácter o personalidad moral a los individuos, contribuyen a configurar (modelar)
una manera de ser.
Las actitudes se refieren a determinados valores (tienen direccionalidad
positiva o negativa), e inversamente, los valores se traducen y vinculan a
actitudes. Se trata de disposiciones estables de los sujetos, que conviene
modelar, a fin de que consigamos controlarlas y apreciarlas como una parte
gratificante de nuestro modo de ser.
Las normas prescriben conductas, que pueden ser muy variables, ya que están
muy condicionadas por las circunstancias. Se trata de precripciones
comportamentales, que regulan la vida colectiva. Las normas legales
desembocan en la formación del espíritu cívico. Las normas convencionales se
refieren a las formas propias de la buena educación.
Lar normas son, pues, valores socialmente cristalizados. No es posible
imaginar una situación social sin ninguna norma anterior a la voluntad y
capacidad de decisión de los individuos.
Los valores y las actitudes y las normas se basan en la consideración de la
persona como alguien en constante hacerse a partir de sus propios actos y
que va concretándose en una manera de ser y de actuar cada vez más
definitiva, con posibilidad de mejora.
Por su carácter radical para la estructuración de la persona, son objetivos
de los procesos de enseñanza-aprendizaje, planificados, intencionales y
sometidos a procesos rigurosos de evaluación y retroalimentación.
EL HOMBRE, CENTRO DE LOS VALORES
Los valores no existen sin el hombre, que con ellos está en disposición de
dar significado a la propia existencia. El centro o el lugar de los valores
es el hombre concreto, que existe con los demás en el mundo para realizar su
propia existencia.
Sólo la persona es capaz de descubrir y relacionar –por tanto, de vivir- el
valor de las cosas y desvelar todo su poder transformador. Entre esas
realidades de valor y el sujeto, que se encuentra con ellas, se da, con
frecuencia, una tensión dialéctica: un proceso de catarsis profunda, un
momento de sístoles y diástoles experiencial, que produce ruptura y violenta
nuestra condición de cara a una transformación a veces dolorosa. En esta
coyuntura, alcanza su realización la tarea humana de elaborar un orden de
valores que permita reconocer verdaderamente al hombre.
Toda educación se fundamenta en la concepción que se tenga del hombre.
Respondiendo a este concepto de hombre planteado, se debe educar en sentido
integral, favoreciendo la reflexión, la creatividad, la sociabilidad...,
preparando al hombre para que pueda asumir responsabilidades, es decir, ser
libre.
ESCUELA AGUSTINIANA E IDENTIFICACIÓN DEL HUMANISMO AGUSTINIANO
El carácter propio o estilo específico de nuestro Ideario es su dimensión
agustiniana. Ésta se nutre de tres fuentes propias: la vida y las obras de
San Agustín, la experiencia educativa de la orden, acumulada durante siglos,
y la experiencia educativa de agustinos contemporáneos, que educan a miles
de jóvenes.
La vida de San Agustín, alumno primero y después eximio maestro, es un punto
de referencia. Su obra escrita es una mina de reflexión pedagógica y
vivencial, nacida de las circunstancias y realidades concretas de la vida.
Algunos de sus libros tienen un marcado carácter educativo: el Maestro, La
catequesis a los principiantes, la Doctrina cristiana... Otros, como sus
Confesiones y la Ciudad de Dios, son obras de valor universal.
En el sistema educativo agustiniano tienen importancia cardinal los
conceptos de: Inquietud (fuerza ontológica del espíritu humano, que lo
dinamiza), Búsqueda de la Verdad (camino obligado para el encuentro de la
felicidad). Interioridad (ruta a la conversión y encuentro con la riqueza
interior que nos personaliza). Apertura-diálogo-comunión-amistad-fraternidad
(hitos de nuestra vivencia armónica y enriquecedora hacia los otros y con
los otros). Transcendencia (dimensión final del hombre, en la que encuentra
descanso su inquietud, sosiego su felicidad, riqueza su interioridad, meta
su fraternidad. Llave que abre las puertas de los sagrado). Hoy, como nos
señalaba ayer el P. Agustín, podemos resumir los conceptos clave, que vienen
a identificarse con los valores agustinianos, de esta manera: Por la
Interioridad a la Verdad, por el Amor a la Libertad, por la Amistad a la
Comunidad.
Son valores típicos en el perfil del hombre agustiniano, entre otros, los
siguientes: inquietud, interioridad, silencio, reflexión, sinceridad,
apertura, diálogo, amistad, fraternidad, responsabilidad, comunión,
equilibrio, superación..., y relación con Dios. Son exigencias del vivir
agustiniano: la libertad, la comunidad, la oración, la donación, el
apostolado, la peregrinación hacia Dios.
En la educación impartida por los agustinos, lo prioritario es lo formativo.
Los valores ofrecidos por nuestro Ideario (ustedes pueden ver el de nuestro
Colegio – Liceo Santa Rita) se definen por sus notas de cristiano, humanista,
moderno y agustiniano.
Nos identificamos con una antropología que considera al hombre como persona
humana, eje y valor clave, centro y medida de las cosas. Nuestro humanismo
es social y cristiano, heredado de la reflexión racional y de la tradición
cristiana, en consonancia con el pensamiento de nuestro Padre San Agustín y
de la tradición de la escuela humanista agustiniana. La persona que
pretendemos es, a la vez, ideal y existencial, temporal y llamada a la
transcendencia, en camino y lleno de esperanza. Una persona cuya definición
incluye las características de singular-creativa, autónoma-libre,
abierta-comunicativa.
Creemos que no debe faltar en nuestra reflexión cotidiana la estima por la
alegría, el criterio propio, el trabajo, la constancia, el orden, la
sobriedad, la sinceridad, la amistad, el compañerismo, la confianza, la
justicia, la solidaridad y el respeto por lo sagrado.
El Ideario agustiniano participa del espíritu y valores de nuestra era,
comulga con sus temores y esperanzas. Entre sus notas está la modernidad. En
este contexto moderno hay valores que descubrir y con los que comulgar, y
contravalores de los que hay que discrepar.
La dimensión moderna del Ideario nos lleva a educar en el respeto a la
dignidad humana y en la defensa de sus derechos, pero rechazamos su
instrumentalización política. Apoyamos los esfuerzos por la paz, la justicia,
el nuevo orden social, la cooperación, la solidaridad, la protección del
niño, el intercambio científico, la ayuda humanitaria, la democracia...
Confiamos en el desarrollo científico-técnico y en los esfuerzos de las
ciencias de la educación. Somos conscientes de la necesidad de incentivar el
espíritu crítico frente a la vida, las manipulaciones políticas, los medios
de comunicación social y las doctrinas fundamentadas en el yo y que
pretenden un dominio desde la razón exclusivamente, los sistemas
totalitarios y las ideologías que esconden sistemas no humanitarios.
Nuestro mundo sufre decepciones y desequilibrios que lo fatigan. La
educación moderna ha de ser ante todo formación y formación de calidad.
Educamos en momentos de profundos cambios y crisis, que, además, van a ser
una constante en el futuro. Educamos para una era nueva en la que nuestros
alumnos, los hombres del mañana tendrán que recrear una sociedad diferente.
Sólo podrán hacerlo desde la calidad de su humanización.
UNA ESCUELA EDUCADORA EN VALORES QUE IDENTIFICAN
La Orden de San Agustín en siglos de historia educativa ha creado un estilo
propio, una identidad suya, jalonado por insignes educadores y plasmado hoy
en sus Constituciones, Estatutos y programas.
La vida y obra agustinianas llegan hasta nuestros días porque los Agustinos,
religiosos y laicos, impregnan toda su labor educativa y pastoral con el
lema de San Agustín: AMOR Y CIENCIA.
Los conceptos de sabiduría y ciencia resultan incapaces de abarcar a la
persona en su totalidad, sobre todo si ésta se halla inmersa en un proceso
educativo. Por eso, es imprescindible el AMOR que redondea los perfiles de
lo humano.
En situaciones como las presentes, amor y ciencia deben complementarse con
otro pensamiento agustiniano: la PACIENCIA:
“No hay lugar para la sabiduría donde no hay paciencia”. Cristo, el Único
Maestro, la tuvo con todos y especialmente con Agustín, que llegó a exclamar
en sus escritos: ¡Qué grande es, Señor, tu paciencia!
En nuestros centros de enseñanza, el educador debe sintonizar sus criterios
con los pensamientos de Agustín: “Que es enseñar sino dar la ciencia, una
cosa sin la otra es impensable; de hecho, nadie es enseñado sin aprender y
nadie aprende sin ser enseñado”. Esta frase es una llamada a la sencillez,
aún en el mundo tecnificado que estamos viviendo; “porque, ¿cuál ha de ser
nuestro afán de cada día? El intentar siempre lo mejor, pero sin cansarse
jamás de intentarlo. Por muy lejos que hayamos llegado, el ideal está
siempre más allá” (Comentarios a los Salmos 38, 4). He aquí el sano
humanismo agustiniano abierto siempre a la transcendencia: “Señor, enséñame
lo que tengo que enseñar, enséñame lo que tengo que aprender” (Confesiones,
13, 1).
Por tanto, la función primordial del maestro en la escuela agustiniana es
facilitar y limpiar el camino para el encuentro del alumno con la VERDAD,
ejerciendo para ello un doble ministerio: acercar el alumno a la Verdad –lo
que exige testimonio y contagio- y acercar la Verdad al alumno –lo que exige
competencia y profesionalizad-. Ello implica, a su vez, el encuentro del
propio maestro con la Verdad –lo que le convierte en condiscípulo de sus
discípulos- y su encuentro personal con los alumnos a cuyo servicio se debe
como “formador”, que no simple instructor (Ver RUBIO, P., Educación Estilo
Agustiniano).
“En tanto soy un buen maestro, en cuanto sigo siendo un buen alumno” (Sermón
244,2). Cercanía, contagio, testimonio, entrega, donación, preocupación por
el otro... “Hombre soy, entre hombres vivo. Y nada de lo humano me es ajeno”
(Carta 78, 8), haciendo realidad el lema agustiniano: “en la escuela
agustiniana se enseña por amor a los demás y se aprende por amor a la verdad”
(Respuesta a las 8 preguntas de Dulquicio, 2, 6).
La acción educativa completa en un centro agustiniano, conduce a una
búsqueda constante, a un ascenso progresivo hacia las cimas de la verdad
suprema, entrando en sintonía con el espíritu de un santo universal,
eternamente joven, inquieto peregrino e la Verdad que apagó su sed en el
encuentro con Dios: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, 1, 1).
La escuela, por tanto, más que un lugar para aprender cosas, es un lugar
para vivir, relacionarse, cooperar. Un lugar de encuentro. La escuela, que
sistemáticamente orilla el cultivo de los valores, se convierte en una
escuela vacía.
La categoría de una escuela, como centro educativo, la podemos apreciar en
la medida que cultive unos valores. La escuela cultivadora y realizadota de
valores se enriquece y enrique, cobra perfiles que le dan personalidad,
prestigio y eficacia.
El niño es muy receptivo. Si el educador sabe presentar debidamente unos
valores, el alumno se mostrará sensible a los mismos, se dejará asir por
ellos, se entusiasmará, y su modo de ser se verá afectado en función de los
valores que haya captado, asimilado e interiorizado.
La tarea de la escuela es descubrir los valores, ya que éstos deben ser como
los ejes de la vida.
EDUCAR PARA LA IDENTIDAD
Educar es un acto total, integral, existencial. Educar es una acción
intencionada, para potenciar toda la persona del educando, para lograr su
máximo desarrollo y plenitud. El hombre es un ser inacabado. De ahí que
educar es contribuir a formar la personalidad del niño de acuerdo con un
proyecto previo. Toda la sociedad, el mundo circundante, educa o deseecduca.
Todos somos mediadores de este acto de crecimiento constante de la persona.
Se educa conforme a un proyecto. El carácter de un proyecto es ya una forma
intencional de formación. Lo que sucede es que, para educar, se ha de creer
en la persona del educando y en aquello que se le quiere comunicar para ser.
Educar en valores es aprender a tener una visión crítica de la propia vida,
analizarla y asumir la responsabilidad del comportamiento, construir un
sistema estructurado para tomar decisiones.
La calidad en educación hace referencia, desde esta perspectiva, al tipo de
persona que educamos (autónoma, libre, integral, responsable). La educación
en valores hace crecer para ser feliz, para ser persona.
Por tanto, cada uno de los profesores se tendrá que preguntar, ¿qué pretendo
conseguir al enseñar inglés, matemáticas, lengua...? No es el inglés, las
matemáticas, la lengua..., lo que interesa únicamente sino qué tipo de
persona quiero formar y, por tanto, elegiré los textos adecuados para que el
alumno crezca personal y socialmente. Lo importante es lo que yo quiero
conseguir con lo que enseño.
El educador educa más por lo que vive que por lo que dice. En agustiniano:
“el buen ejemplo es la mejor lección”.
PROCESO EDUCATIVO EN EL CULTIVO DE LA IDENTIDAD
No avanzaremos mucho en la educación en valores sólo con el conocimiento.
Necesitamos llegar a la interiorización de los mismos. El proceso de
interiorización suele ser éste: 1) Percepción del valor (es difícil
entusiasmarse por un valor si se le desconoce), 2) Aceptación o valoración,
3) Organización o jerarquización de los valores, 4) Aceptación de un valor
como norma de vida. Este valor puede tener una fuerza extraordinaria e
impulsar a las mayores empresas.
El papel del educador es muy importante, ya que, al descubrir los valores,
favorece a los alumnos para que encuentren sentido a la vida.
Los valores no se imponen, se proponen. El proceso que debe seguir es el
siguiente:
PRESENTACIÓN. Hay que mostrar los valores. Esta presentación deberá hacerse
sin proselitismos, sin presión, con gran respeto a la persona, pero sin
miedos que inhiban y empujen a mantener un silencio cobarde, como signo de
respeto.
Al alumno le corresponde dar los siguientes pasos:
a) CAPTACIÓN: que puede obedecer a diferentes condiciones personales: grados
de afectividad, medio ambiente, cultura, sexo, edad...
b) ALTERNATIVA: Toda opción supone una elección y una renuncia. El alumno
debe tener la oportunidad de poder optar entre diversas alternativas,
ponderando las consecuencias que pueden derivarse al escoger un valor u otro
(este punto es sumamente complicado porque el educando, en muchas ocasiones
no está en grado de poder decidir... y son los demás, padres, profesores,
etc. quienes deciden en su lugar).
c) DECISIÓN: la decisión será tanto más intensa cuanto mayor sea el valor
captado y mayor la claridad con que se perciba.
d) REALIZACIÓN: Una vez percibido el valor, incita a estimarlo, a
conquistarlo, a vivirlo, a ser consecuente con el valor elegido.
e) PROYECCIÓN: el valor es transcendente. Quien posee un valor tiende a
transmitirlo, a testimoniarlo en actitudes. El valor invita a compartirlo, a
hacer partícipes a los demás.
La misión de toda escuela educadora debe ser el proponer, dar a conocer,
clarificar, ayudar a descubrir los valores.
No se trata de imponer sino de proponer, actitud que supone un gran respeto.
El propi educando es quien debe escoger libremente sus valores (aunque ya
hemos subrayado las dificultades inherentes al tema, sobre todo en los niños
más pequeños).Y es que los valores tienen tal importancia, que se puede
decir que ellos son los que definen una vida dándole sentido y dirección.
La escuela sigue siendo un lugar privilegiado de formación integral, por lo
tanto, no puede ni debe orillar alguno de los aspectos educativos.
La escuela confesional debe manifestar abiertamente su orientación, su
carácter propio, como muestra de honradez ante los padres y ante la sociedad.
De tal modo que al ejercer los padres el derecho que tienen de elegir el
centro educativo que prefieran para sus hijos, no se llamen a engaño.
La obligación de la escuela es ser fiel a los principios que la definen.
Nuestros centros agustinianos cuentan con un Ideario, con un Proyecto
Educativo, con un perfil y con un estilo educativo propio.
Estar identificado con el estilo educativo del centro es aceptar el
“Carácter propio”, con sus objetivos y valores religiosos, humanos y
educativos.
Para que una persona juegue un papel adecuado dentro de una organización,
debe estar de acuerdo, al menos en cierto grado, y aceptar sus principios
objetivos, finalidades y metas. Es decir, debe sentir como propia la
filosofía subyacente a la organización, al menos en sus componentes más
esenciales.
El estilo educativo que tenemos que conocer lo podemos agrupar en estos
campos:
Concepto de educación que se desprende del Proyecto Educativo.
Valores educativos plasmados en el Proyecto.
Valores humanos y sociales.
Valores religiosos.
Modelo de hombre a conseguir mediante la educación.
Papel asignado al profesor en esta tarea.
CONCLUSIÓN
Detrás DE nuestro pasado como educadores hay nombres. Detrás de los hechos
late el espíritu, el estilo de San Agustín. Su “Alma Mater” se fue modelando
por la tradición de la Orden, que tiene en el genio y santo de Hipona su
inspiración. Nuestros centros tienen estilo agustiniano por el sello
personal que le imprimieron algunas personas –agusinos, profesores,
empleados, padres, alumnos, amigos...-, que confrontaron día a día los
hechos reales desde su peculiar concepción del hombre, del mundo, de la
historia, de Dios... Los logros y dificultades no son más que indicadores de
un afán siempre vivo de superación, servicio, ascensión... Allá en el
horizonte de los afanes, la meta luminosa y magnética señala la más profunda
y vital de las querencias: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón
está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones, 1, 1).
El futuro es de quienes puedan ofrecer a las jóvenes generaciones de hoy
motivos para creer y razones para vivir y para esperar. El futuro es de
quienes siembran el presente.
He aquí el testimonio de nuestros ideales y querencias:
Anclados en una visión transcendente del mundo, nos definimos y somos en el
alma, colegio cristiano, católico agustiniano y moderno. Apostamos por la
antropología personalista. Nuestro estilo es, ante todo, humano. Se basa en
la exigencia amistosa, en el silencio reflexivo, en el diálogo acogedor, en
la inquieta búsqueda de la verdad. Nuestra meta es la educación de calidad
al servicio del hombre multidimensional, que se sabe rico en su interioridad,
bendecido por la filiación divina, comprometido en la construcción de un
mundo más fraterno, convocado a la amistad, urgido a la comunión por el
mandato del Fundador: “Lo primero por lo que os habéis reunido en comunidad
es para que tengáis un alma sola y un solo corazón hacia Dios” (Regla, 1,
3).
Sembramos con los saberes y normas, valores y amor. La mística de nuestro
trabajo se nutre de la fibra de lo humano, lo formativo, lo vivencial. La
exigencia cultural, intelectual y técnica no nos oculta el rostro de cada
educando.
Que nuestra celebración nos ayude a intuir nuestro pasado, comulgar con
nuestro presente y forjar un futuro esperanzador. Compromiso que nos debe
orientar hacia una educación personalizada, dinámica, participativa, moderna,
en la que la diversidad de actividades y experiencias posibiliten la
integración y la vivencia de los valores, el descubrimiento de la
interioridad, la comunión fraterna con los hermanos y la transcendencia en
la inquieta búsqueda de Dios.
Una sociedad nueva, como la que está surgiendo ante nuestros ojos, necesita
también un hombre nuevo. Y ese hombre nuevo no nacerá sin una educación
nueva: LA EDUCACIÓN EN VALORES QUE NOS DAN NUESTRA IDENTIDAD.
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