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18 de septiembre de 2007
 


Evangelio: Lc 7, 11-17 

Un joven ha muerto.   Hay muchos jóvenes muriendo todos los días, en aquellos días y en nuestros días (y no sólo gente jóven) cientos, miles.  ¿Qué tiene de especial este joven sin nombre del Evangelio?

Lo que tiene de especial es que Jesús lo trae nuevamente a la vida.  Esto me permitiría comenzar fácilmente una reflexión sobre la redención, la salvación, la resurrección.  Pero para mi lo que es especial, antes que nada, es que Jesús se encuentra con él.  Jesús encuentra una persona muerta y, aparentemente, muestra sus emociones de forma explícita.  No huye, no escapa de esta procesión fúnebre, como parece ser la creciente tendencia en las sociedades occidentales.  Jesús comparte con la gente que lo rodea un encuentro con un muerto.

Por lo tanto, en vez de entrar rápidamente en reflexiones teológicas sobre la resurrección, el Evangelio me desafía -como Jesús- a que mire de frente el encuentro con la muerte en mi vida, concretamente, no como los cientos de muretes artificiales que vemos a diario en las películas, no como las fotos en los diarios de gente anónima muriendo en los diferentes desastres naturales en lugares lejanos de mi que vivo en un mundo inmenso; sino el momento preciso cuando he mirado de frente la cara de un cadáver, sus ojos con mis ojos, recordando su cara cadavérica, la piel estirada, los ojos vacíos, las manos frías, las uñas azuladas.

Supongo que todos hemos vistos cadáveres en nuestras vidas, ¿verdad?  Yo los he visto y quiero compartir con vosotros alguna de estas experiencias pues considero que son muy importantes para mí y para cada uno de nosotros.  Los invito a hacerlo personalmente.

- El primero que recuerdo haber contemplado concientemente fue el cadáver de mi padre, después de su suicidio.  Yo tenía 16 años y fue un shock.

- Después de esa experiencia, tuve miedo a los cadáveres.  Años más tarde experimenté la muerte de algunos agustinos: el primero fue el P. Alphonse Maria Mitnacht (tal vez alguno lo ha conocido), tendido placidamente en su féretro, bien arreglado, con su hábito negro con la capucha en su cabeza, las manos entrecruzadas con el rosario. 

La misma imagen de salvación en la cara del Hno. Linus; lo opuesto, más recientemente, en la cara del Hno. Paulus, quien murió después de una larga y despiadada lucha contra el cáncer.

- Durante mi estancia en Kinshasa, la muerte dejó de ser algo excepcional para convertirse en un tema cotidiano: la muerte de los pobres y de los infectados de VIH, en la Casa de las Misioneras de la Caridad de las Hermanas de Madre Teresa.  Allí, la muerte cotidiana de los niños, fue lo que más me golpeó.

Había una maravillosa pequeña niña llamada ‘Petronie’, de unos seis o siete años, pequeñas manitos, estupendos grandes ojos marrones y una extraña pero hermosa voz profunda.  La visité dos veces por semana durante casi medio año, entre otros 80 bebés y niños.  Le hablaba, le contaba historias, la tuve entre mis brazos.  Un día la encontré muerta en un depósito, envuelta en una sábana miserable.  No se a causa de qué condenada enfermedad, pero estoy seguro que de alguna que con gran probabilidad, se hubiera curado incluso en un hospital mediocre.  Yo realmente la quería…

Recuerdo a ‘Tonton’, un muchacho de unos 14 años.  Fue después de la Misa del domingo.  Hice mi vuelta habitual de visita a los enfermos.  Sabía que estaba muy grave de tuberculosis o algo similar.  De todas formas, sentado en su cama, ni siquiera me di cuenta que se había muerto mientras le estaba contando una historia divertida…

- Luego, durante la persecución contra los Tutsis en 1998, pude ver en la calles alrededor nuestro, en Kinshasa, sus cuerpos, algunos de los cuales habían sido quemados vivos poniéndoles un viejo neumático al rededor del cuello y rociándolos de carburante… 

Finamente, un último ejemplo y una experiencia muy especial: una montaña inmensa de cuerpos de pobres desconocidos, en la morgue de Kinshasa. Allí llevábamos a los que habían muerto en la Casa de las Hermanas y se apilaban hasta alcanzar el número suficiente de cadáveres para ser enterrados en fosas comunes. 

Una vez más, los invito a intentarlo personalmente: no huir, no esconder la mirada, sino contemplar vuestras propias experiencias y tratar de recordar los sentimientos.  El encuentro con la muerte: ¿es un momento problemático o de paz?  ¿De renuncia o de rebelión? ¿De aumento de la desesperación o de la esperanza? ¿Serenidad o pánico? ¿Revulsión por el inicio de la descomposición o alivio en vistas del inicio de la vida eterna?

En mi experiencia, todos esos sentimientos se hacen presentes según la situación y a su vez, creo que todos deben estar. 

De todas formas, es mi destino, es nuestro destino, sin la mínima duda.

Tal vez, espero, que de todas formas allí esté Jesús para sostener mi mano, nuestras manos, llamándonos a “ponernos de pié!”; pero antes debemos enfrentar este momento.

Debemos estar preparados!