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HOMILÍA PARA LA MISA DE LA  MEMORIA DE NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES.

15 de septiembre


Lecturas:  Hb 5, 7-9; Jn 19, 25-27

Queridos hermanos:

Ayer celebramos la Exaltación de la Santa Cruz. Hoy las lecturas nos hacen volver al escenario del Calvario para dirigir nuestra mirada a María, la madre del crucificado. La encontramos allí,  de pie junto a la cruz, al lado de su hijo, compartiendo con él su dolor y su afrenta. Es lo que había hecho a lo largo de toda su vida. Había compartido con su hijo muchas alegrías, pero también muchas penalidades y sufrimientos. La piedad cristiana los recuerda en la devoción de los “siete dolores de María” y en la celebración de esta memoria de Nuestra Señora de los Dolores.

Detenerse en los dolores de María, como nos invita a hacer la  fiesta de hoy,  no es una concesión al masoquismo. No es exaltar el valor del dolor por el dolor. Es más bien hacer memoria de un amor y una fidelidad que se mantienen firmes en los momentos  más difíciles, en medio de la noche del dolor y el sufrimiento; un amor y una fidelidad que perseveran en la comunión  en las horas en que ésta parece no aportar nada,  e incluso se vuelve comunión en el dolor y en el sufrimiento. Celebramos los dolores de María porque son expresión de su amor por su hijo. Nadie ama realmente si no comparte en cuerpo y alma la vida del ser querido. Y la vida de Cristo, como la de todo ser humano, tuvo alegrías y tuvo también penas. Poco habría amado María a Jesús si sólo lo hubiera acompañado en las alegrías.

Pero María lo acompañó también en los dolores. El evangelio de hoy nos recuerda el último de ellos. María estuvo junto la cruz de Jesús. La importancia de este estar de María junto la cruz como signo de su amor fiel se pone de relieve si lo comparamos con la actitud de la  inmensa mayoría de los discípulos. Cuando casi todos han huido, cuando casi todos lo han abandonado,  María sigue allí, se mantiene fiel ante la cruz, aunque no pueda hacer ya nada por él, aunque parezca un estar inútil.

Se mantiene allí como madre que ama a su hijo, pero también como mujer creyente que sigue confiando en él, firme en su fe a pesar de las tinieblas que las circunstancias arrojaban sobre ella. ¡Qué difícil debió de ser mantener la fe viva en aquellos instantes. ¿Acaso se podía conservar la fe ante la cruz?¿Se podía seguir creyendo en la victoria de Jesús? ¿Se podía seguir creyendo en Jesús no ya como Dios, sino siquiera como hombre?

La fe de los apóstoles no lo resistió. Sólo Juan se mantuvo con María junto la cruz, porque para el autor del cuarto evangelio, Juan es el prototipo de hombre creyente. La fe de María sí resistió.  Una fidelidad así, un "estar- junto-a” así, no se improvisa. Sin duda María había trabajado su corazón a lo largo de toda su vida desde que nació Jesús. Entre las promesas del ángel y lo que constataba en la realidad de cada día parecía haber un abismo insalvable. Y María tuvo que irse despojando de una idea de Dios que no cuadraba con la debilidad que se manifestaba en su hijo Jesús. Tuvo que irse acostumbrando al Dios revelado en Jesucristo y a aceptar su forma de actuar en el anonadamiento y la pobreza. No cabe duda de que si, como nos cuenta la primera lectura, a Jesús le costó gritos,  lágrimas y sufrimientos  aceptar esta forma de llevar a cabo el plan salvífico de Dios, también María tuvo que librar una lucha interior para aceptar este modo, humanamente inexplicable, del proceder salvífico divino. Pero María lo aceptó. Como su hijo, se abrió plenamente, aun con grandes sufrimientos, al plan de Dios. Y allí estaba María junto a la cruz, acompañando una vez más a su hijo en el sufrimiento, aceptando su ofrenda, y, en su desprendimiento doloroso, ofreciéndolo ella misma como oblación.

Por eso María no se muestra desesperada ante la cruz. Su presencia allí no es sólo manifestación de su amor y de su fe, sino también de su esperanza. No sabía cómo, pero esperaba contra toda esperanza que Dios actuaría a través de la muerte de su Hijo. "Donde yo esté, allí estará también mi servidor" (Jn 12,26) había dicho Jesús tras invocar el ejemplo del grano de trigo. Y ahora, cuando el símbolo empieza a hacerse realidad, María está junto a la cruz, está allí, junto a su Señor, esperando que también ahora se cumplan las palabras de su hijo, y el sufrimiento y la muerte del grano de trigo den paso a la fecundidad y la vida.

La esperanza de María no quedó defraudada. Jesús, el Siervo de Dios, “que se entregó indefenso a la muerte y fue contado entre los malhechores”, recibió “en herencia multitudes y gente innumerable como botín”  (Is 53, 12). Y ella misma no quedó al margen de la fecundidad del grano de trigo muerto. Al pie de la cruz María, que había compartido unida a él la pasión y la muerte de Jesús, ve renovada su fecundidad recibiendo a Juan como hijo suyo, como el primero de todos los creyentes que lo seguirían después. En el momento de la muerte de su hijo, María es constituida nueva Eva, madre de la nueva humanidad, surgida de la muerte y resurrección de Jesucristo. Si para el autor del cuarto evangelio la cruz es al mismo tiempo el trono de la gloria de Jesucristo, también para María, que hizo suya la pasión de Cristo, la cruz, asumida desde el amor solidario, es el principio de su glorificación. Por eso María, que fue la primera en aceptar el camino de la cruz, es también la primera en compartir con su hijo el premio de la glorificación plena.

María ante la cruz es figura de la Iglesia virgen y madre, y su presencia allí es fuente de numerosas enseñanzas para nosotros. Nos indica que donde éste el Maestro, allí ha de estar su servidor, y especialmente allí donde el Señor sigue sufriendo. Ante el escándalo de los numerosos crucificados de hoy, la Iglesia, y la Orden dentro de ella, han de estar junto a ellos,  com-padeciendo con ellos, ayudándoles a llevar la cruz.

La figura de María ante la cruz nos enseña, por ello, a valorar la importancia de la presencia, la importancia de nuestras presencias  como Iglesia y como Orden. La presencia es signo de interés y amor. Hay espacios donde el simple estar presente constituye un gran testimonio, y el estar ausentes representa un enorme escándalo. Juan pudo encontrar en María una madre porque ésta estaba presente cuando la necesitaba para consolarse de su dolor. El hombre de hoy no considerará a la Iglesia como auténtica madre, y no la recibirá en su casa si la Iglesia no se haya presente en las situaciones que laceran el cuerpo y el espíritu del ser humano contemporáneo. ¿Dónde están nuestras presencias? ¿Dónde y desde donde nos situamos para ejercer nuestros apostolados?  No se trata de hablar, sino de estar presente. María junto la cruz no dice ni una sola palabra. Y sin embargo da un testimonio luminosísimo de su amor, de su fe y de su esperanza. Nosotros, a veces, decimos muchas palabras; pero se trata de que hablen nuestras presencias y no solo nuestros labios. Sólo la presencia solidaria tiene fuerza evangelizadora hoy, porque solo ella es creíble, es decir, digna de fe.

María junto la cruz asume en su vida la locura de la cruz como medio para llevar adelante la salvación y hacer avanzar el Reino de Dios. Es un medio necio para algunos y escandaloso para otros. Pero para María y para todo creyente, es fuente de vida. Ante las dificultades de nuestro mundo para abrirse a la evangelización auténtica no caben huidas, ni atajos, ni componendas. Es necesario reafirmar que la vida que predicamos sólo se gana al precio de morir a nosotros mismos y vivir para Dios y para los demás, aceptando las dosis de sufrimiento que esto pueda entrañar. Si quieren ser de verdad espiritualmente fecundas, la Iglesia, y la Orden dentro de ella, tienen que seguir haciendo un esfuerzo por completar en su carne lo que aún falta a la pasión de Jesucristo ( Col 1, 24). No hay otro camino.

Pidamos a nuestra Señora de la Consolación que interceda por nosotros para que todas las decisiones que tomemos en este capítulo vayan encaminadas a renovar nuestra fidelidad a Jesucristo y a responder, con nuestra presencia solidaria y creyente, a los desafíos que el mundo de hoy nos lanza.