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Homilia
Solemnidad de Nuestra Señora de la Consolación
Roma, 4 de septiembre, 2007


Is 49, 8-11; 13-15.
2 Co 1, 3-7.
Lc 1, 39-49


Queridos Hermanos Agustinos:

Muchas veces habéis comentado u oído comentar las lecturas que acabamos de escuchar. Son las que la liturgia de la solemnidad de Nuestra Señora de la Consolación propone a la Orden y a toda la Familia Agustiniana. Pero estoy seguro de que hoy resuenan en vuestros corazones con especial acento de gozo y esperanza.

Al comenzar el Capítulo, María se hace presente en medio de vosotros. Es la Madre de Jesús, el anunciado por los profetas como consolador del Pueblo, y trae para vosotros el mensaje de la vida nueva. Igual que lo hizo cuando visitó a su prima Isabel.

El Evangelio de Lucas nos narra el encuentro de María e Isabel como paradigma de consolación, de solidaridad. Son dos madres, dos generaciones diversas, dos mujeres que han sido bendecidas por el Todopoderoso, único capaz de dar vida en la esterilidad y en la virginidad. Es el encuentro donde se saludan la antigua y nueva alianza y cuyo fruto es la admiración, el reconocimiento y la alabanza porque el Señor hace maravillas con los pobres y humildes, porque Dios muestra su misericordia y se solidariza con los pequeños y los débiles.

A través de la narración de este hecho salvífico se nos invita a comprender el modo de actuar de Dios, cuya compasión y fidelidad se extienden de generación en generación, saltándose las barreras de nuestras categorías y yendo más allá de las previsiones humanas. Él es el Señor de la vida y hace nuevas todas las cosas; da continuidad a su alianza y cumple su proyecto salvador sin que se le opongan las leyes de la naturaleza, de las edades y de los cánones sociales.
Cuando algunos dicen, con no poca ligereza, que la vida religiosa está medio muerta, urge apresurarse a dar testimonio de nuestra convicción de que es un don del Espíritu a la Iglesia y que nosotros hemos sido agraciados con ese don. Ha de preocuparnos sí, pero relativamente, el hecho de que seamos menos. Y aunque las crisis se están dando en todas las formas de vida cristiana, lo que para nosotros, religiosos, debe ser objeto de real compromiso es vivir a fondo y en fidelidad creativa la propia vocación.
Los religiosos hoy no debemos preguntarnos tanto sobre qué es la vida religiosa cuanto desde dónde y cómo la vivimos. Dos tentaciones nos acechan y desconciertan: el neognosticismo y el neopelagianismo. Sobreabunda la confusión por el exceso de palabras nuevas, más llenas de fantasía que de autentico contenido, y no acabamos de creernos que, en nuestra vida consagrada, es el Espíritu Santo quien tiene la iniciativa, la sostiene y la impulsa hacia delante. Para llegar a percibir la vida nueva, la que nos presenta María en su corazón y en su seno, que no es otra que Jesús, necesitamos una profunda purificación de motivaciones. No podemos invocar la renovación de nuestra vida y de nuestras obras, ni dotarlas de energía profética sin entrar en contacto con Jesús y sin hacer nuestra su pasión por los más desfavorecidos.
La hora que nos está tocando vivir no es la del triunfo, ni de la abundancia, ni del poder y del éxito, ni de la seguridad y la calma. Nuestra hora es la del desequilibrio, de la precariedad, de la desconfianza y hasta de la marginación. Pero es nuestra hora, que es tiempo de salvación. Dios sigue cumpliendo sus promesas y nos sigue visitando. Para comprobarlo, basta que os adentréis en la vida de la Orden y encontraréis magníficos testimonios que revelan cómo ha sobreabundado la gracia, cómo la fe ha hecho posible que el Evangelio se hiciera luz en las tinieblas y cómo la fragilidad se ha convertido en roca fuerte de esperanza.

Ahora hace un mes, me encontraba en vuestra casa de Guadarrama. Sobre la puerta de entrada se hallan el escudo y el lema de Fray Luis de León: Ab ipso ferro. En la despedida me ofrecieron un recuerdo con una cartulina donde figuran los versos de su famosa oda, en la que viene a decir: Como la carrasca…, que de ese mismo hierro que es cortada, cobra vigor y fuerzas renovada. Al verlo, me quedé pensando: ¿No le es ésta una imagen de la vida religiosa, podada sí, pero recobrando vigor y fuerza renovada? Lo cual nos lleva a fiarnos más del poder de Jesús resucitado que de los agoreros acerca de nuestro futuro.

Más que centrar la atención sobre nuestros aprietos, pensemos que hemos sido llamados a llevar la luz del Evangelio al mundo entero, a reunir a todos los que se hallan dispersos y a hacer todo lo que esté de nuestra parte para que aumente el número de hombres y mujeres que den gracias y que alaben al Señor. No es lo más importante que estemos bien, sino que hagamos todo el bien posible a los demás, como nos lo enseña a hacer María saliendo a prisa a visitar a su prima.

Jesús, en la Eucaristía, os comunica su vida y os confirma como servidores de su Reino. Lo hace, como lo ha hecho todo, siendo hijo de María, la Madre de la Consolación. Este es el momento de renovar la alianza en el amor que Dios os tiene y en el amor que debéis a cuantos ha puesto a vuestro cuidado.

Para concluir, repitamos las palabras de San Pablo en la segunda lectura, puestas en labios de San Agustín: “Alabemos al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, pues él es el Padre que tiene compasión de nosotros y el Dios que siempre nos consuela. Él nos consuela en todos nuestros sufrimientos, para que también nosotros podamos consolar a los que sufren, dándoles el mismo consuelo que él nos ha dado”.


Aquilino Bocos Merino, C.M.F.